sábado, 31 de enero de 2015

Trevelin

Si una tarde se encontraran caminando por Esquel sin saber muy bien qué hacer, es probable que pregunten en las inmediaciones por consejos sobre paseos. También es muy probable que, al ser interrogado, el empleado de la oficina de turismo o el incauto paseante les diga sin vacilar que deben ir a Trevelin, colonia galesa tradicional y hermosa.



Yo no sé aún si esta recomendación se hace de buena fe, pero mi opinión es que existe un acuerdo tácito entre los esquelenses para deshacerse de los turistas enviándolos a los parajes más aburridos de la comarca. Allí los espera un pueblo pequeño, quizás agradable para llevar una vida tranquila, pero cuyo atractivo principal es un par de casas de té donde sólo sirven té negro y someten a los convidados a unos tres o cuatro temas de música galesa que se repiten en un loop interminable, y un arroyito en donde pudimos observar a una pareja lavando la camioneta, un perro humedecido y una buena cantidad de barro.

Quedan advertidos.

viernes, 30 de enero de 2015

Sobre el entierro de las cenizas de D. H. Lawrence

Una situación real, digna de una ficción de Les Luthiers

David Herbert Richards Lawrence


"Unos pocos meses después de la muerte de Lawrence, Frieda (viuda de Lawrence) partió a Taos a fin de organizar su existencia en el Rancho, mientras quedaba a cargo de Ravagli (amante de Frieda) el traslado de las cenizas de Lawrence. Ravagli estaba casado en Italia y era padre de tres hijos y no le resultaba sencillo ausentarse medio año y en otro continente. Sin embargo lo hizo. Pasó por Vence, tomó las cenizas, y las embarcó con él rumbo a Nueva York.
En Nueva York se demoró una semana envuelto, por lo que parece, en trámites de aduana y aventuras alcohólicas. Por último, tomó el tren hasta New Mexico donde debían esperarlo Frieda y sus amigos para concluir el funeral de Lawrence. La idea de Frieda consistía en montar una ceremonia piel roja con indios del pueblo danzando en torno a una hoguera y algunos mariachis cantando lamentaciones junto a la Capilla. Nadie fue capaz de decirle que aquella era una idea desopilante, quizás porque cuando ya estaban todos en Taos advirtieron que faltaba la urna. Ravagli la había olvidado en la estación de tren, de modo que todos volvieron a desandar el camino y al fin recuperaron la bendita urna, pero como se hacía tarde, Frieda entendió que mal no les vendría un refrigerio y organizó de inmediato un tea-party que terminó en una especie de borrachera general, en cuya refriega volvió a extraviarse el motivo de todo aquello y debieron transcurrir horas antes de que un empleado del restaurante encontrara la urna bajo un montón de ropa".

La costa bárbara. Literatura y experiencia.
Rodolfo Rabanal

jueves, 3 de enero de 2013

Cuántos pasos harán falta para llegar


John Carter bajó del Ford y caminó unos pasos hasta donde estaba ella, de espaldas, con su tapado de piel y su sombrero ladeado. Sin saludarla siquiera la tomó del brazo izquierdo y la giró hacia él. Olía a un perfume dulce y sutil, y sus labios eran rojos como el vestido. La contempló un instante, la tomó de la cintura, y bajo una orquestación de violines la besó apasionadamente. The End.

Las luces de la sala se encendieron. Jorge verificó que Ana estuviera aún sentada a su lado. Buena noticia; estaba, y mejor aún: estaba despierta. Salieron del cine y caminaron por Corrientes buscando algún bolichón para cenar.

Jorge caminaba abrazando la cintura de Ana, respirando el aroma de su pelo que se mezclaba con el olor a carbón de las parrillas y del agua de azahar de los primeros pan dulces del año. Recordaba la primera vez que se vieron, un domingo hacía casi un año, en una panadería: cuando la panadera llamó al siguiente, él le cedió su lugar en la fila, y la que luego se correspondería con el nombre de Ana le sonrió. Ella se acercó al mostrador y pidió un cuarto de libritos de grasa. Su voz estaba algo ronca; pese a ser las cinco de la tarde parecía recién levantada. Se volvió hacia Jorge y le dijo sin pensarlo “van como trompada con el mate”. Se sonrojó. “Si los ponés un poquito en el horno justo antes de comerlos quedan geniales”, le contestó él. Luego de una breve charla basada en hidratos de carbono, ambos tuvieron la certeza de que volverían a verse.

Había espera en todas partes. Y si en algo estaban de acuerdo Ana y Jorge -y de hecho sí, estaban de acuerdo en muchas cosas- era que en las casas de comidas es un ultraje esperar; a estos lugares uno va, se sienta, lo atienden y después otro lava los platos, las ollas y los manteles. Tener que esperar en un restaurant o en una pizzería es un contrasentido. Y si no es también una contravención, debería serlo.

Ana miraba al piso. Cualquier transeúnte pensaría que estaba triste, pero lo que en verdad hacía era mirarse los pies. Se miraba los pies y contaba los pasos. Ciento diecisiete había calculado hasta el momento en que dejó de contar y se concentró en comparar sus pasos con los de Jorge. El brazo sobre su cintura hacía algo incómodo el caminar, pero ella no se quejaba pese a que debía estirar sus pasos para hacerlos concordar con los de él y moverse al unísono. Pensaba en las parejas de viejitos que suelen caminar por las plazas, con paso mimetizado, como si hubieran aprendido a llevar el mismo ritmo. Se preguntaba si alguna vez ellos dos llegarían a ser de esos viejitos y a caminar abrazados sin tener que alargar o acortar nada.

Jorge escuchó la campanita de la puerta de la panadería el domingo siguiente a las cinco y cuarto. No se volvió de inmediato; esperó unos instantes mientras simulaba mirar las bandejas de facturas (las mismas bandejas que venía mirando desde hacía veinte minutos sin servirse nada). “Las tortitas negras suelen estar buenas”, le dijo Ana desde atrás. Tenía la misma cara de trasnochada, que mal había intentado disimular con maquillaje. Esto a Jorge le pareció tierno, y le gustó que hubiera llegado a las cinco y cuarto y no a las cinco en punto, obligándolo a ver cómo se las rebuscaba durante veinte minutos en una panadería. “No me gusta el azúcar negra... bah, el azúcar negro... no, no sé, ¿cómo se dice?”. Y ahora fue Jorge quien se sonrojó. Ana se rió y le dijo “Si no te gustan, ¿qué importa?” mientras caminaba hacia el mostrador. Ella estaba en clara señal de juego: había aparecido exactamente una semana después de aquel primer encuentro pero un poco más tarde. Le había tirado un anzuelo con ese comentario, y ahora se alejaba; le dejaba claro que le tocaba mover a él. Jorge decidió jugarla de distraído, así que tomó con parsimonia algunas facturas mientras ella, luego de haber pagado, trataba con torpeza de entablar una conversación con la cajera. Hasta que finalmente se dio vuelta y salió. Parecía defraudada, o quizás sólo intrigada. Sin saber por qué contó sus pasos mientras se alejaba de la panadería, y esa fue la primera vez de muchas que iba a contar los pasos que daba cuando caminara junto a Jorge.  En el paso treinta y dos escuchó detrás la campanita de la puerta. Sonrió sin mover los labios, como sonríe la gente que está sola. Pocos pasos después notó que había perdido la cuenta y que ya no le importaba seguir contándolos.

Jorge empezó a exasperarse. No tanto por no encontrar un lugar para sentarse y comer, sino porque temía que a ella le molestara. No podía convencerse de que a ella le pareciera más importante el hecho de estar juntos como para despreocuparse de dónde o cómo. Ana notó esa preocupación pero no le dijo nada: le gustaba que la cuidaran sin hacérselo notar, y recordó la primera vez que fue a casa de Jorge: cuando se levantó a tomar agua durante la noche pasó junto al tacho de basura: vio allí una veintena de libritos de grasa echados a perder dentro de la bolsa. No pudo más que sonreír. Pero esta vez sonrió para afuera, con toda la cara, con todo cuerpo. Aunque estuviera sola, había alguien más en su vida.

Llegando al bajo Ana le dijo: “Vamos a tu casa, estamos cerca. Pidamos una pizza”. Él asintió con la cabeza. Ella se soltó de la mano que le rodeaba la cintura y entrelazaron los dedos; no iba a caminar hasta la casa de Jorge alargando los pasos. Quizás, ni siquiera, contándolos.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Comparativos

Dijo el teórico a la concurrencia: “Si una imagen vale más que mil palabras, si es mejor pájaro en mano que cien volando, si más sabe el diablo por viejo que por diablo, si quien mucho abarca poco aprieta, si al mal tiempo buena cara, puede considerarse que la imagen voladora, abarcativa y vieja de una buena cara, vale aproximadamente cien mil palabras apretadas de diablo que versan sobre el mal tiempo.”

domingo, 12 de agosto de 2012

Día del zurdo 2012

Aunque ustedes no lo sepan (cómodos diestros burgueses), mañana, como todos los 13 de agosto desde el año 1992, se celebra el Día Internacional del Zurdo.

Es un día que básicamente no sirve para nada. Como mucho, los zurdos aprovechamos para quejarnos un poco más de que es difícil abrir una lata con los abrelatas "chiquitos" y autoconvencernos de que somos gente "siniestra".

¡Feliz día a los zurdos!


Acá hay una lista de personajes zurdos famosos que me encontré por ahí:

Actores y actrices
Jim Carrey
Charles Chaplin
Tom Cruise
Robert De Niro
Fran Drescher
Greta Garbo
Judy Garland
Whoopi Goldberg
Goldie Hawn
Rock Hudson
Diane Keaton
Nicole Kidman
Val Kilmer
Lisa Kudrow
Shirley MacLaine
Steve MacQueen
Marcel Marceau
Harpo Marx
Marilyn Monroe
Demi Moore
Brad Pitt
Robert Redford
Keanu Reeves
Julia Roberts
Sylvester Stallone
Emma Thompson
Peter Ustinov
Dick Van Dyke
Bruce Willis

Astronautas
Buzz Aldrin
Edwin Aldrin
Neil Armstrong
Jim Lovell

Políticos
George Bush (padre)
Príncipe Carlos de Inglaterra
Fidel Castro
Bill Clinton
Gerald Ford
Herbert Hoover
Isabel II de Inglaterrra
John F. Kennedy Jr.
Ronald Reagan
Harry S. Truman
Reina Victoria de Inglaterra

Deportistas
Larry Bird
Jimmy Connors
Goran Ivanesivic
Diego Armando Maradona
John McEnroe
Martina Navratilova
Pelé
Marcelo "Chino" Ríos
Babe Ruth
Mónica Seles
Ayrton Senna
Mark Spitz
Guillermo Vilas.

Escritores
Hans Christian Andersen
Peter Benchley
Lewis Carroll
Francis Scott Fitzgerald
Johann Wolfgang von Goethe
Franz Kafka
Mark Twain
H. G. Wells

Músicos
Ludwig Van Beethoven
David Bowie
David Byrne
Enrico Caruso
Phil Collins
Celine Dion
Bob Dylan
Kurt Kobain
Jimi Hendrix
Annie Lennox
Paul Mc Cartney
George Michael
Wolfgang Amadeus Mozart
Niccolo Paganini
Iggy Pop
Cole Porter
Sergei Rachmaninoff
Maurice Ravel
Robert Schumann
Paul Simon
Ringo Starr
Sting
Roger Taylor
Atahualpa Yupanqui

Personajes históricos
Alejandro el Grande
Billy the Kid
Simón Bolívar
Napoleón Bonaparte
Carlomagno
Winston Churchill
John Dillinger
Eduardo III
El Estrangulador de Boston
Benjamin Franklin
Mahatma Gandhi
Jack el Destripador
Juana de Arco
Julio César
Luis XVI
Lord Nelson (Horatio Nelson)
Friedrich Nietzche
Ramsés II
Tiberio

Pintores
Leonardo Da Vinci
Miguel Angel Buonarroti
M. C. Escher
Paul Klee
Pablo Picasso
Rafael

Científicos e inventores
Albert Einstein
Marie Curie
Benjamin Franklin
Isaac Newton

miércoles, 25 de julio de 2012

Luciérnagas para la sed

No sería ésta la noche que elegiría para llamarte. Te adiviné sola, rodeada de gente, en alguna terminal de Londres o de Madrid. No sería ésta la noche que elegiría para llamarte si no me hubiese encontrado en el noticiero un informe sobre el paro en los aeropuertos. Debí llamarte antes, lo sé, pero tampoco pensaría en hacerlo esta noche de no ser por el noticiero y el informe. Y ahora, sentado junto a la mesita del teléfono, con la tarjeta que me diste en aquel tour por Santiago, con la anotación mecanografiada “Si se pierde llame a este número” y tu nombre impreso en el reverso, ahora, años después, aunque esté en mi casa, sigo perdido y pienso en llamarte. Pero mejor será que no lo haga, mejor será que suba a la terraza y siga viendo el cielo chispeante de luces mezclándose entre las estrellas, y piense que en alguno de esos aviones estás vos.