jueves, 4 de marzo de 2010

Harto del hartazgo (continuación)

Sin causa precisa, me encuentro en mi existencia grisácea. Alejado de mis motivaciones, encuentro la enorme necesidad, la imperiosa necesidad de distraerme. Son días que no puedo llevar sobre mis hombros el peso de mi existencia y mi casa, mis muebles, las paredes que me rodean, la cotidianeidad, el hastío, el hartazgo, la soledad, la desesperanza me invaden con sus enormes manos, todo me parece feo, carente de estética, demasiado lógico, frío, descuidado, dejado en abandono, al olvido, puesto a la espera de un tiempo que quizás nunca llegue. Me consuelo a mí mismo diciéndome que en dos días este gran trabajo estará finalizado y vendrán tiempos de más calma para poder ocuparme de las cosas que realmente me importan; que lo urgente no tome el lugar de lo importante. Sin embargo sospecho que el asunto no se acaba ahí; sé que el asunto no se acaba ahí, sino que esto es solamente la puerta de entrada, el gatillo, el detonador de otras cuestiones. “Estás gris”, me dijo hoy mi vieja sin ningún ánimo de maldad, denotando la preocupación habitual de una madre. Y tiene razón. Estoy gris, listo para el traje de franela gris con la corbata gris en un mundo monótono donde los antidepresivos me alejen de la depresión, los ansiolíticos de la ansiedad, los somníferos del insomnio, la televisión de la soledad. Tiemblo y no es de frío sino de vértigo, del vértigo de asomarme a mis abismos y sondear en mis miedos, en mis miedos de caer en el mundo del “se” heideggeriano, en el mundo de comer lo que se come, de hacer lo que se hace, decir lo que se dice. Y es mucho peor, porque no es un mundo habilitante sino restringente, es no comer lo que no se come, no hacer lo que no se hace, no decir lo que no se dice. Hay algo vivo adentro mío gritando por su lugar dentro de mi vida, dentro de mi habitualidad. No todo hábito es rutina, puede hacerse hábito la falta de rutina. Quizás esto mismo sea rutinario y se busque la diferencia en la rutina, no lo sé. Me he buscado una vida de libertades, pero es una vida en la que me tropiezo constantemente con las faltas de libertades de lo que no me permito, una vida en la que “no se” un montón de cosas. Son casi las cuatro de la mañana de un día que ha sido insoportable y no puedo dejar que se termine sintiendo que la existencia no tiene sentido, que mañana será igual que hoy. Mis necesidades de ser humano están opacadas tras un vidrio esmerilado que apenas deja deducirlas como contornos, y sé que no hay piedras que rompan las estructuras sino sólo un camino largo de entenderlas y desandarlas, de entenderlas como inútiles y dejar que se caigan por su propio peso, pero ese camino hoy me parece demasiado largo, demasiado escarpado, demasiado empinado, y que la meta está demasiado lejos.

Hace unas noches soñé que mis padres eran unos judíos ancianos, y que mi padre estaba muy enfermo, probablemente por morirse. Parecía un rabino. Mi familia era muy numerosa. Recuerdo hermanas, muchas hermanas, de muchas edades, con el pelo enrulado atado, vestidas de negro. Mi padre, sin embargo, vestía de blanco, y llevaba una tela sobre sus hombros con una estrella azul de cinco puntas. Yo me despedía, estaba lléndome. Parecía una despedida para siempre. Mi madre me regalaba una azucarera, o quizás yo le regalaba una a ella. Sé que era concretamente un símbolo. La imagen de ese padre me hizo acordar al personaje de Shylock en “El mercader de Venecia”, un hombre que perdió todo por su avaricia y por testarudo.

Harto del hartazgo (pero no lo suficiente)

Acabo de incumplir una promesa. Lo irónico es que la incumplí para pensar (o sea, escribir) por qué la incumplí. Vivo esos tediosos períodos de la vida donde el tiempo no alcanza siquiera para hacer esas otras cosas que tampoco quiero hacer. La vinculación con lo que sí quiero está, convengamos, quebrada. Y hoy, que decido tomarme unas "mini-vacaciones" de unas horas y no pensar que tengo que trabajar ni que mi baño es un asco ni en ninguno de los tengo, para poder hacer "eso que estuve pensando todos estos días que tenía ganas de hacer", ya sea hacer nada, leer, mirar el techo, darme vuelta para mirar el piso (aunque me cueste hacerle foco si estoy muy cerca), agasajarme con una cena rica o lo que se me cantase el quinto rábano, no tengo mejor idea que recalentar lo que quedó de pizza del otro día y comer entreteniéndome inútilmente para no pensar en absolutamente nada (ni en qué tengo ganas, lo cual sólo aumenta la carga de lo no pensado) y quedarme pensando que por lo menos hubiera limpiado el baño en ese rato y que así hubiera servido para algo ese rato en donde decidí no hacer lo que estaba en el "top ten" de cosas por hacer, en donde decidí cambiar un poco el hábito del día, en donde traté de salir del hastío y del hartazgo haciendo algo diferente, para variar, para recuperar el color, para que el día sea menos gris. Y tardo horas en darme cuenta que no me estoy divirtiendo, sino que estoy matando el tiempo donde se podría haber hecho algo interesante, algo que hiciera eso que yo quería hacer, y cuando me doy cuenta no me pongo a hacerlo, cuando me doy cuenta  me quedo pensando "qué macana, mirá lo que estoy haciendo en vez de hacer otra cosa" y tardo otro rato más en decidirme a dejar de hacer eso, a hacer otra cosa, y ahí es donde me doy cuenta de lo peor, de lo que realmente me apena; me doy cuenta que en estos días grises, que no son ni tristes ni alegres ni estresantes ni aburridos ni largos ni cortos sino solamente grises, no puedo ni siquiera pensar en qué es esa otra cosa que quisiera estar haciendo si no estuviera haciendo eso que no quiero hacer.