jueves, 3 de enero de 2013

Cuántos pasos harán falta para llegar


John Carter bajó del Ford y caminó unos pasos hasta donde estaba ella, de espaldas, con su tapado de piel y su sombrero ladeado. Sin saludarla siquiera la tomó del brazo izquierdo y la giró hacia él. Olía a un perfume dulce y sutil, y sus labios eran rojos como el vestido. La contempló un instante, la tomó de la cintura, y bajo una orquestación de violines la besó apasionadamente. The End.

Las luces de la sala se encendieron. Jorge verificó que Ana estuviera aún sentada a su lado. Buena noticia; estaba, y mejor aún: estaba despierta. Salieron del cine y caminaron por Corrientes buscando algún bolichón para cenar.

Jorge caminaba abrazando la cintura de Ana, respirando el aroma de su pelo que se mezclaba con el olor a carbón de las parrillas y del agua de azahar de los primeros pan dulces del año. Recordaba la primera vez que se vieron, un domingo hacía casi un año, en una panadería: cuando la panadera llamó al siguiente, él le cedió su lugar en la fila, y la que luego se correspondería con el nombre de Ana le sonrió. Ella se acercó al mostrador y pidió un cuarto de libritos de grasa. Su voz estaba algo ronca; pese a ser las cinco de la tarde parecía recién levantada. Se volvió hacia Jorge y le dijo sin pensarlo “van como trompada con el mate”. Se sonrojó. “Si los ponés un poquito en el horno justo antes de comerlos quedan geniales”, le contestó él. Luego de una breve charla basada en hidratos de carbono, ambos tuvieron la certeza de que volverían a verse.

Había espera en todas partes. Y si en algo estaban de acuerdo Ana y Jorge -y de hecho sí, estaban de acuerdo en muchas cosas- era que en las casas de comidas es un ultraje esperar; a estos lugares uno va, se sienta, lo atienden y después otro lava los platos, las ollas y los manteles. Tener que esperar en un restaurant o en una pizzería es un contrasentido. Y si no es también una contravención, debería serlo.

Ana miraba al piso. Cualquier transeúnte pensaría que estaba triste, pero lo que en verdad hacía era mirarse los pies. Se miraba los pies y contaba los pasos. Ciento diecisiete había calculado hasta el momento en que dejó de contar y se concentró en comparar sus pasos con los de Jorge. El brazo sobre su cintura hacía algo incómodo el caminar, pero ella no se quejaba pese a que debía estirar sus pasos para hacerlos concordar con los de él y moverse al unísono. Pensaba en las parejas de viejitos que suelen caminar por las plazas, con paso mimetizado, como si hubieran aprendido a llevar el mismo ritmo. Se preguntaba si alguna vez ellos dos llegarían a ser de esos viejitos y a caminar abrazados sin tener que alargar o acortar nada.

Jorge escuchó la campanita de la puerta de la panadería el domingo siguiente a las cinco y cuarto. No se volvió de inmediato; esperó unos instantes mientras simulaba mirar las bandejas de facturas (las mismas bandejas que venía mirando desde hacía veinte minutos sin servirse nada). “Las tortitas negras suelen estar buenas”, le dijo Ana desde atrás. Tenía la misma cara de trasnochada, que mal había intentado disimular con maquillaje. Esto a Jorge le pareció tierno, y le gustó que hubiera llegado a las cinco y cuarto y no a las cinco en punto, obligándolo a ver cómo se las rebuscaba durante veinte minutos en una panadería. “No me gusta el azúcar negra... bah, el azúcar negro... no, no sé, ¿cómo se dice?”. Y ahora fue Jorge quien se sonrojó. Ana se rió y le dijo “Si no te gustan, ¿qué importa?” mientras caminaba hacia el mostrador. Ella estaba en clara señal de juego: había aparecido exactamente una semana después de aquel primer encuentro pero un poco más tarde. Le había tirado un anzuelo con ese comentario, y ahora se alejaba; le dejaba claro que le tocaba mover a él. Jorge decidió jugarla de distraído, así que tomó con parsimonia algunas facturas mientras ella, luego de haber pagado, trataba con torpeza de entablar una conversación con la cajera. Hasta que finalmente se dio vuelta y salió. Parecía defraudada, o quizás sólo intrigada. Sin saber por qué contó sus pasos mientras se alejaba de la panadería, y esa fue la primera vez de muchas que iba a contar los pasos que daba cuando caminara junto a Jorge.  En el paso treinta y dos escuchó detrás la campanita de la puerta. Sonrió sin mover los labios, como sonríe la gente que está sola. Pocos pasos después notó que había perdido la cuenta y que ya no le importaba seguir contándolos.

Jorge empezó a exasperarse. No tanto por no encontrar un lugar para sentarse y comer, sino porque temía que a ella le molestara. No podía convencerse de que a ella le pareciera más importante el hecho de estar juntos como para despreocuparse de dónde o cómo. Ana notó esa preocupación pero no le dijo nada: le gustaba que la cuidaran sin hacérselo notar, y recordó la primera vez que fue a casa de Jorge: cuando se levantó a tomar agua durante la noche pasó junto al tacho de basura: vio allí una veintena de libritos de grasa echados a perder dentro de la bolsa. No pudo más que sonreír. Pero esta vez sonrió para afuera, con toda la cara, con todo cuerpo. Aunque estuviera sola, había alguien más en su vida.

Llegando al bajo Ana le dijo: “Vamos a tu casa, estamos cerca. Pidamos una pizza”. Él asintió con la cabeza. Ella se soltó de la mano que le rodeaba la cintura y entrelazaron los dedos; no iba a caminar hasta la casa de Jorge alargando los pasos. Quizás, ni siquiera, contándolos.