Un haz de luz asoma por debajo de la puerta del cuarto del fondo. Se descalza para no hacer ruido y avanza por el pasillo de entrada con el sigilo propio de un animal en alerta. En la penumbra intenta localizar con la vista algún objeto de forma contundente.
Y el haz de luz que se asoma por debajo de la puerta del cuarto.
Se detiene creyendo haber escuchado algo, pero sólo lo acompaña el más absoluto silencio. Llega a pasos lentos y medidos hasta la sala de estar, en donde toma un atizador de la chimenea con ambas manos para evitar que se le resbale bajo sus palmas sudorosas.
La única sombra visible en la habitación es la suya, generada por ese haz de luz que se asoma cruelmente bajo la puerta del cuarto. Sosteniendo el atizador en alto, avanza.
La sombra aumenta de tamaño a sus espaldas con cada paso dado, con cada centímetro ganado. Se detiene junto a la puerta y cierra instintivamente los ojos. Gira suavemente el picaporte con su mano derecha. Del otro lado, la voz de su mujer que grita: “¡Antonio! ¡rajá que creo que es mi marido!”.
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