jueves, 25 de febrero de 2010

Demasiado medio en un mundo bipolar

Cayendo ya la hora en que cierran los comercios de la zona y uno se queda sin posibilidades de cenar más que alguna lata de la alacena, me dirigí presto hacia mi recorrida de compras habitual (exceptuando la ida al chino, que me tocó ayer).

Primero, la carnicería. Allí departí extensamente con el señor carnicero sobre las inundaciones que hubo últimamente en la zona (sí, vivo en esas zonas de Capital que ahora son noticia y -espero- mañana volverán a quedar en el olvido), sobre el destrozo en los automóviles, en especial en el garage subterráneo de uno de los edificios en el que "estuvieron sacando agua hasta ayer", y demás cosas por el estilo. Luego, como era necesario en una charla de las características mencionadas, pasamos a la reciente ola de frío que se ha avecinado por estos lares. En resumen, conversamos durante el tiempo en que se pesa una tapa de asado, se pica un kilo de carne y se embolsan un par de milanesas preparadas, acerca de las antonimias frío-calor y sequía-inundación.

Continué así, con mi bolsita de carnes, hacia la verdulería. Allí mis buenos verduleros me anunciaron que quizás subirían los precios de las verduras porque están todos los campos hechos pelota. "¿Por la sequía?" pregunté yo. "No, porque ahora se inundaron todos", me contestaron. La pucha. La antonimia porteña llevada a nivel nacional. Como no podía ser de una manera, uno de ellos (que yo creo que son hermanos y él es el mayor) hizo referencia al fresco de los últimos días en contraste con los calores previos.

Volviendo hacia mi hogar con mis dos bolsitas, recordé una charla tenida durante esta misma tarde con un taxista mientras volvía de una reunión. A decir verdad, sabemos que eso de "charla con un taxista" es una mera ficción. Debiera decir mejor "soliloquio del taxista conmigo como mero espectador" (aunque ahora que recuerdo una vez mantuve una charla teológica con un taxista que fue muy interesante, pero quedará para otro capítulo). Cuestión: el señor chofer estuvo comentando con una locuacidad y carencia de fundamentos propia de Radio 10 (no dejé de notar el stickercito en su luneta trasera) sobre la antonimia "antes" y "ahora", refiriéndose a que en sus 64 años nunca había visto una inundación así, y es que "ahora ya no se hace mantenimiento, no como antes" y -para rematar- "no lo digo yo, lo dice uno de esos ingenieros que saben del tema".

Recopilé así tres polos opuestos el día de hoy: frío-calor, inundación-sequía, antes-ahora. Y caí en cuenta de esto hoy por la noche de una manera curiosa: luego de un día que pese a haber sido poblado por cotidianidades de un día hábil fue de una tranquilidad proverbial, me sentí muy en el medio de todos esos desbalances. Lo curioso fue que no me sentí a gusto, sino incómodo. Como si hubiera caído en un pequeño intra-abismo de nada. No tenía hambre, ni sed, ni sueño, ni ganas de hacer demasiado, ni me picaba una oreja, el gato estaba durmiendo y no solicitaba nada. Creo que el único equilibrio espiritual humano es la muerte, y si bien no creo haber estado ni cerca de las Moiras, me sentí de pronto equilibrado. Más de un psicólogo en este momento se acariciaría la barba, dejaría la pipa a su lado (que no los engañen: el que no tiene barba y no fuma en pipa, no es psicólogo) y pronunciaría un "Aha..." para luego invitar a un desarrollo más interiorizado de los pormenores del asunto, relaciones de la sensación, preguntaría "qué piensa usted de..." y demás cuestiones que destruirían la idea de que esa sensación fue de equilibrio y lo resignificarían de alguna manera perversa, pero allá ellos. Yo me sentí así, y fue raro. Supongo que transité un ratito la liviandad de la que tanto habla Kundera en su libro.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Domingo 21 de febrero de 2010

La historia de los ventiladores ha quedado rondando mi memoria. Supongo que es esa incubación previa a que una historia sea tal. Repasemos: para combatir el calor, el presidente de… de… ¿Kuum? Es “caluroso” en estonio (qué manera de haber idiomas, mon dieu). Me gusta la palabra. Y “fresco” en el mismo idioma es “Jahe”. Sí, sí, son palabras agradables. Bien. Entonces, tenemos al presidente de Kuum que decide la fabricación de un enorme ventilador para combatir las altas temperaturas que estaba sufriendo su país. Sospecho que tendrá que quedar claro de entrada que el mundo en donde existen estos dos países es muy chiquito y que sólo existen estos dos países. O quizás no. Ya veremos. Por lo pronto tenemos al presidente de Kuum, el país del sur, que quiere fabricarse este gran ventilador. Lo imagino en su oficina, tomando una limonada, y rascándose la panza pensando en el calor. De pronto se le ocurre esta idea, pide que le acerquen sus pantalones y sale a anunciar las nuevas medidas en contra del calor. Se recaudan fondos y se empieza a construir este gran gran gran ventilador. Cuando está listo lo encienden y todo los kuumios (?) sienten una brisita fresca. Deciden probarlo a la potencia máxima y ahí sí, por fin, todos contentos con el frío.

Mientras esto sucede, el presidente de Jahe (país del norte), sentado en su despacho tomando chocolatada caliente y vestido con un gorrito de piel, se siente extraño. Padece una extraña aflicción: el cuerpo aumenta su temperatura, sus poros comienzan a segregar una sustancia de alto contenido salobre, se siente agitado. Llama a su médico, quien le dice que lo que padece Su Excelencia es el tradicional mal kuumiano: el calor. El presidente jahino sale al patio y ve cómo su enorme estatua de hielo se va derritiendo. Llama horrorizado a su consejo. El ministro de relaciones exteriores le comenta del plan del gran ventilador kuumiano, que ha resultado terrible para los jahinos, transportando todo el calor de un país al otro. La gente se alborota en las calles y protesta. Especialmente los vendedores de abrigos de piel y los escultores en hielo. Los zorros, visontes y arminios, chochos. Tanto se le complica el asunto, que el gobierno jahino decide construir un ventilador aún más grande que el kuumio para devolver el fresco a sus tierras. Se recaudan fondos, se construye y se enciende.

A esta altura, no sé muy bien cómo introducir la escalada ventiladora (ambos países construyen ventiladores cada vez más grandes) sin ser reiterativo en el relato. En fin, ya se me ocurrirá algo.

Tanto tienen que aumentar los tamaños de los ventiladores, que los países se quedan sin energía eléctrica para otros menesteres. En una reunión en completa oscuridad, alternando fríos y calores, el Movimiento Pacifista Internacional determina encabezar una lucha pacifista para trasladar los ventiladores haciendo que apunten para el mismo lado, así el calor no es transportado de un país al otro.

Los presidentes de ambos países se reúnen en un gran acto con fotógrafos, curiosos, sindicalistas y espectadores pagados. Ordenan a sus ingenieros orientar ambos ventiladores apuntando hacia el este, de manera que no se manden el aire caliente el uno al otro. Los ingenieros mueven los ventiladores, y cuando los encienden el planeta es arrojado fuera de su órbita, calcinando por completo a todos los habitantes kuumianos y jahinos.

domingo, 21 de febrero de 2010

Resultado: hay mucho chino

Hace poco, en una conferencia sobre educación que se hizo en Cuba, el representante de China comentó la solución implementada por su país para combatir el decaimiento del sistema educativo: entrenaron a 87 millones de formadores de docentes. Cuando me contaron de esta cifra no pude más que, en mi elocuencia habitual, emitir un "¡La pucha!".

Si bien es completamente imposible que Argentina entrene a 87 millones de ciudadanos para hacer lo que sea (por una mera cuestión de carencia numérica), me fue inevitable pensar que "quizás para los chinos, 87 millones de personas sea poca cosa..." Surgió así la siguiente pregunta: ¿qué cantidad de habitantes tiene China? desde luego, Wikipedia me dio la respuesta: el estimado para el año 2006 es que hay unos 1.400 millones. Es decir que china ha entrenado a un 6% de su población para que forme docentes. Si bien es mucho ya no es tanto, ¿no? Los números son algo muy relativo. No sé qué les pasará a ustedes, pero yo no puedo pensar en 87 millones de personas. En realidad, no puedo pensar en 87 millones de nada. 87 millones de pesos es demasiada plata como para que me entre en la imaginación... ¿qué se puede hacer con tanta plata?

De todo esto me han surgido las siguientes preguntas:

¿Qué espesor darían unas 87 millones de hojas de papel? 
Si una resma tiene más o menos unos 5 cm de espesor, quiere decir que 87 millones de páginas dan un espesor de más o menos 9 kilómetros. Es decir que si ponemos una hoja parada al lado de la otra llegamos desde la Casa Rosada hasta, más o menos, Villa Luro. Si fueran tamaño A4 y las ponemos acostadas a lo largo, nos da  unos 25.000 kilómetros. Más o menos, da media vuelta a la Tierra por la altura del Ecuador.

¿Qué se compra con 87 millones de pesos?
Si un Renault 19 está a unas 30 lucas, podrías comprar 2.900 unidades. Haría falta un garage grande para ponerlos... y que no sea subterráneo, que Buenos Aires se nos viene inundando. Si el Renault 19 nos parece un modelo viejo y de poca potencia, podemos comprar unos diez Williams de Fórmula 1. O si más o menos una bolsa de comida para gato está a unos 70 pesos (mis gatos siempre comen mejor que yo, cabe aclarar) y le dura un mes, tendría comida felina para 100.000 años. También se podrían pagar un sueldo mínimo por el resto de su vida a 600 personas.

¿A cuántos fumadores podemos satisfacer?
Se dice que, en promedio, cada argentino mayor a los 15 años fuma unos 1.000 cigarrillos por año. Es decir que podríamos satisfacer las necesidades de nicotina de unos 87.000 mayores de quince.

Quizás para los chinos, 87 millones de habitantes sean poca cosa, pero definitivamente 87 millones de lo que sea, para un criollo cualquiera, es mucha cosa.

lunes, 15 de febrero de 2010

Historias instantáneas

Al término de un fin de semana que me encontró trabajando (y que lamentablemente no pude desencontrar) decidí obsequiarme una deliciosa comida casera elaborada por el parrillero de la vuelta.

Luego de un breve llamado, el deleite gastronómico fue prometido por intercambio de veinte pesos y en el lapso de treinta minutos. A los cincuenta y cuatro decidí telefonear para conocer el estado de mi pecetto al verdeo con papas a la española. Me informaron que el pedido había salido hacía unos minutos y que estaría por llegar. Sin preguntarle al señor telefonista si mi cena estaba viajando por propia voluntad o quizás por inercia, agradecí y corté. Al cabo de un cuarto de hora, llegó por fin.

El proceso a continuación es ya conocido por todos: sonó el timbre, atendí con la célebre frase cuya autoría es reclamada por más de un literato: "¿quién es?", me calcé, busqué la plata, me descalcé, me puse los pantalones, volví a calzarme, agarré las llaves, abrí la puerta, subí al piso de arriba a buscar al gato que se me había escapado, bajé, arrojé al gato hacia adentro, cerré la puerta, me acerqué hasta el ascensor, bajé en él, y abrí la puerta de entrada al edificio.

El muchacho, parado junto a su moto, me informó que el costo de mi cena era de cincuenta pesos. Antes de ser realmente consciente de la diferencia entre los pesos cincuenta y veinte, la siguiente secuencia sucedió en mi mente: yo le explicaba al muchacho que por teléfono me habían dicho veinte, él diría que a le anotaron cincuenta, yo reclamaría que por más que hayan aumentado la carne un plato no puede salir tanto, él se excusaría diciendo que no sabe lo que lleva, que no se lo anotaron, yo subiría nuevamente a mi departamento, llamaría por teléfono a la parrilla, daría ocupado, volvería a llamar unos instantes después, me atendería el mismo señor que antes, le explicaría la confusión, me diría que lo que le anotaron era que yo pagaba con cincuenta, yo cortaría, me daría cuenta que con respecto al muchacho sigue siendo mi palabra contra sus instrucciones, bajaría, le explicaría lo sucedido, y quizás mi pecetto al verdeo volvería a la parrilla para ser recalentado y destinado a otros comensales. Todo esto sucedió en una fracción de segundo, en un mero instante, como un pasar de diapositivas frente a mis ojos. Desde luego la realidad fue muy otra, y al decirle al muchacho "Por teléfono me dijeron veinte" me dijo "Uy, sí, disculpá", me dio la comida y el vuelto de treinta pesos que tenía en el bolsillo, y yo tuve mi rica cena con un buen cabernet.

Subiendo en el ascensor con la comida dentro de la bolsita y repasando mi "historia instantánea" recordé unos fragmentos de "La loca de la casa" de Rosa Montero en que menciona situaciones parecidas. Recuerdo una en la que cuenta que está en la cola de un banco. Entra una viejita con un chico de la mano. En su imaginación, el chico y su abuela se convierten en criminales que extraen unas ametralladoras de entre sus ropas, reducen a la gente (nunca entendí muy bien esto de "reducir" a la gente, con excepción de El Chapulín Colorado y su chiquitolina) y se llevan un montón de dinero en unas bolsas con el signo "$".

Lo que más me extraña de estas situaciones no es la capacidad creativa de la mente, sino su velocidad. Toda esta historia se desarrolla al margen del pensamiento habitual; no es posible contar o pensar algo así en ese lapso de tiempo, sino que sólo se nos presenta, ya armadita, en menos de un instante. Es un afluente permanente de realidades que se derivan de la realidad troncal, de realidades complementadas con la imaginación, con el acto puro de imaginar lúdicamente.

Si algún lector gusta contar sus historias mínimas, invitado está.

lunes, 8 de febrero de 2010

Lunes 08 de febrero de 2010

Pensando en posibles historias y queriendo recuperar mis días de cuentista en estos cálidos días de verano, me encontré mirando fijo mi pequeño ventilador West Westinghouse. Sus dos dobles ves en una perpetua negación, moviéndose de punta a punta en el ángulo de 45º descrito por el aparato. Acalorado por la temperatura de mi laptop cumpliendo la función estricta que su etimología le supone (es decir, descansando sobre mis faldas) vi como necesaria la construcción de un enorme ventilador en, por ejemplo, el Everest. Me refiero a un ventilador realmente grande, pongamos por caso que sea de 1 km de diámetro, y que tire aire frío hacia acá. Sería gracioso que sea un ventilador de esos que van y vienen, como el mío, porque me imagino que cada ciclo debe durar como mínimo una hora o dos, y en ese interín las ciudades sucumbirían nuevamente bajo el calor. El problema lo tendrían sobre todo las ciudades como Bariloche, en donde quizás empiece a nevar en diciembre cada vez que pasa el ventilador. Eso sí, debe ser poco recomendable hacer sky con un ventilador tan grande y tan cerca. Como mínimo, te agarra un resfriado en flor. O un flor de resfriado, como prefieran.

Podría sucederse incluso una “Guerra Fría” (el nombre viene fenómeno) en donde Estados Unidos y Rusia fabrican ventiladores cada vez más grandes. Ahora, ¿para qué coños necesitaría Rusia un ventilador? Ah, ya sé: el ventilador yanquie tira todo el calor hacia Rusia. Rusia hace uno más grande para devolvérsela, y así.

Las conclusiones posibles para una situación de estas características son varias (espero, porque todavía no las pensé): 1. Un intento pacifista propone girar todos los ventiladores para el mismo lado en señal de unidad, y la tierra resulta propulsada fuera del sistema solar; 2. La tierra se congela. Ok, el segundo final posible es una mera invención imbécil sólo para ser coherente conmigo diciendo que se me ocurre más de un final posible.

Releyendo la idea, me parece que incluir en esto a los eternos enemigos de los años 70 es poco simpático. Sería más interesante crear un mundo propio, en donde dos países completamente desconocidos para los habitantes de universos ajenos al cuento se enfrentan en dicho conflicto. Podría ser incluso un pequeño mundo cerca de una estrella, con sólo dos países. No sé por qué se me ocurre que un país es de gente muy gorda y otro de gente muy flaca. La mente es algo extraño. Y la menta también, pero la menta es rica si se hace helado y se le pone pedacitos de chocolate, mientras que no me puedo imaginar rica a la mente en esa preparación. He allí su diferencia.

domingo, 7 de febrero de 2010

Cuestión de tamaño

“Creo que empequeñecí” fue la frase que me hizo salir de entre las cobijas y el sueño. “Sí... definitivamente estoy más pequeña” insistió Mabel mientras yo me frotaba los ojos para sacarme las lagañas. Con el hálito de lucidez que emanaban mis neuronas en una hora desconocida del día pero evidentemente temprana, me volví hacia mi mujer. Primero sospeché que la cama se había ensanchado, aumentando la distancia que me separaba de ella y que debido a la perspectiva su cuerpo parecía disminuido, pero entré en contradicción al ver que su camisón en cambio seguía tan grande como la víspera. Parecía, de hecho, como si un japonés se vistiera con el poncho de un vikingo. Esto, claro, en el caso de que los vikingos usaran ponchos. Pensé en dirigirme al tomo correspondiente a la ve corta de la enciclopedia para investigar sobre las vestiduras de los nórdicos. Esta idea fue pronto descartada al sospechar como más prioritario mi deber marital en desmedro de la curiosidad científica. Los vikingos podían esperar. Quizás ellos tuvieran invertidas sus prioridades y se hubiesen extinguido por ello. Tampoco estaba muy seguro en esos momentos de la extinción de los vikingos. A punto de levantarme de la cama para buscar la enciclopedia fui tomado del brazo. Afortunadamente era mi mujer, ya que la mano de cualquier tercero en esa circunstancia hubiera crispado mis nervios. Su mano era efectivamente más pequeña de lo que recordaba. Existían dos posibilidades: o mi brazo se había agrandado o su mano se había achicado. Viendo nuevamente el enorme camisón que la envolvía, lo segundo era lo más probable. De su extremo superior se asomaba una pequeña cabeza con unos ojos muy abiertos, entre sorprendidos y asustados.

- ¿Estás segura de que no lavaste el camisón con agua caliente y se estiró, Mabel? -le pregunté.

- ¡El agua caliente achica las cosas, no las agranda!

- ¿Será que te bañaste con agua muy caliente?

- ¡¿Me voy a haber bañado sonámbula?! ¡Tomás! ¡me encogí!

- ¿Será la descalcificación?

- No pasa hasta la menopausia.

Viendo que se agotaban las posibilidades de encontrar una respuesta mediante el puro uso de la razón, decidí llevarla a un médico.

Las miradas de reojo dirigidas por el taxista primero, y quienes aguardaban en la sala de espera del consultorio después, aumentaron mis sospechas de que la disminución espontánea de la masa corporal no era un hecho común. Claro que todo el asunto hubiera sido mucho menos evidente en caso de haber tenido hijos, o al menos ropa de niño que ella pudiera usar.

Al cabo de una media hora el médico se asomó del consultorio con una ficha en la mano:

- ¿Quiénes son los que vienen por enanism... ah, deben ser ustedes. Pasen. - y nos hizo un gesto para que entráramos.

- Tome, póngase esto -dijo, ya dentro de su despacho a Mabel, extendiéndole una pequeña bata-. Afortunadamente en el otro consultorio atiende un pediatra. Vamos a ver, ¿antecedentes de enanismo en la familia?

- No, ninguno.

- ¿Segura? ¿ningún familiar bajito?

- Vengo de familia de rusos... mi hermana, la más bajita de todas, mide un metro ochenta y cinco.

- ¿Será adoptada? -insistió.

- ¡Oiga! -intervine- ¿qué importancia tiene? Dígame, ¿qué puede hacer que alguien se encoja?

- Mmh... -pensó unos instantes rascándose una larga barba que tenía especialmente para rascarse mientras pensaba- ¿se habrá bañado con agua muy caliente?

Minutos después nos encontramos nuevamente en la calle. Del consultorio salía un poco de olor a pelo quemado, probablemente por el principio de incendio que mi mujer había infringido en la barba del doctor. Al recordar que yo había propuesto algo similar, me alegré de no usar barba.

Debido quizás a que las batas de hospital tienen la costumbre de cubrir sólo un pequeño porcentaje del cuerpo, Mabel me arrastró del brazo hasta la boutique más cercana.

Si bien puedo hacer gala de haber estado siempre de acuerdo con el cuidado de la dignidad de mi mujer (y en esto la vestimenta tiene mucho que ver), confieso que en esas instancias hubiera deseado la compra rápida de una o dos remeras y un pantalón campero. En vez de eso, tuve que presenciar uno de esos horribles espectáculos donde una dama se convierte en un ave de rapiña entre los escaparates, luchando con otras aves por un determinado talle o color, y disfrutando sádicamente de la tortura psicológica infringida a los inocentes vendedores.

Finalmente la vi desaparecer entre los vestidores, y me senté a esperar. A mi lado, jadeante, el vendedor que la había atendido recuperaba el aliento.

Desde adentro de una de las cabinitas, y sin descorrer la cortina, Mabel gritaba mi nombre. Por esa convención social de interpretar nuestro nombre como un llamado, me acerqué hasta los vestidores.

- ¡Tomás! Pedí que me traigan esto en dos talles menos.

Miré al vendedor, quien se secó la transpiración de la frente con un pañuelo dispuesto a recuperar su masoquista labor.

- ¡No, esperá! ¡Tres talles menos! Ay, Tomás, ¡Tomás!

 En caso de habernos encontrado dentro de uno de esos grandes shoppings hubiera sospechado que dentro de la cabinita una escalera mecánica alejaba a mi mujer, ya que se la escuchaba cada vez más bajito gritar algo que -estoy convencido- primero fue mi nombre, y luego se transformó en un pequeño pitido agudo.

Siendo que los chillidos habían atraído a un sinnúmero de señoras, dos vendedores, un perro y tres moscas, no me atreví a descorrer la cortina. Afortunadamente no fue necesario, ya que desde abajo salió un ser diminuto. Pude reconocer por su andar que se trataba de Mabel. Me jacto de ser un buen observador de esos detalles. Siendo que estaba completamente desnuda (si es que este término puede aplicarse a un ser de quince centímetros), la cubrí con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo de mi camisa.

Tomamos el tren camino a casa. Le dije que se estuviera en silencio para pagar un solo pasaje y esto engañó magistralmente al guarda.

Diciembre de 2009