jueves, 4 de marzo de 2010

Harto del hartazgo (continuación)

Sin causa precisa, me encuentro en mi existencia grisácea. Alejado de mis motivaciones, encuentro la enorme necesidad, la imperiosa necesidad de distraerme. Son días que no puedo llevar sobre mis hombros el peso de mi existencia y mi casa, mis muebles, las paredes que me rodean, la cotidianeidad, el hastío, el hartazgo, la soledad, la desesperanza me invaden con sus enormes manos, todo me parece feo, carente de estética, demasiado lógico, frío, descuidado, dejado en abandono, al olvido, puesto a la espera de un tiempo que quizás nunca llegue. Me consuelo a mí mismo diciéndome que en dos días este gran trabajo estará finalizado y vendrán tiempos de más calma para poder ocuparme de las cosas que realmente me importan; que lo urgente no tome el lugar de lo importante. Sin embargo sospecho que el asunto no se acaba ahí; sé que el asunto no se acaba ahí, sino que esto es solamente la puerta de entrada, el gatillo, el detonador de otras cuestiones. “Estás gris”, me dijo hoy mi vieja sin ningún ánimo de maldad, denotando la preocupación habitual de una madre. Y tiene razón. Estoy gris, listo para el traje de franela gris con la corbata gris en un mundo monótono donde los antidepresivos me alejen de la depresión, los ansiolíticos de la ansiedad, los somníferos del insomnio, la televisión de la soledad. Tiemblo y no es de frío sino de vértigo, del vértigo de asomarme a mis abismos y sondear en mis miedos, en mis miedos de caer en el mundo del “se” heideggeriano, en el mundo de comer lo que se come, de hacer lo que se hace, decir lo que se dice. Y es mucho peor, porque no es un mundo habilitante sino restringente, es no comer lo que no se come, no hacer lo que no se hace, no decir lo que no se dice. Hay algo vivo adentro mío gritando por su lugar dentro de mi vida, dentro de mi habitualidad. No todo hábito es rutina, puede hacerse hábito la falta de rutina. Quizás esto mismo sea rutinario y se busque la diferencia en la rutina, no lo sé. Me he buscado una vida de libertades, pero es una vida en la que me tropiezo constantemente con las faltas de libertades de lo que no me permito, una vida en la que “no se” un montón de cosas. Son casi las cuatro de la mañana de un día que ha sido insoportable y no puedo dejar que se termine sintiendo que la existencia no tiene sentido, que mañana será igual que hoy. Mis necesidades de ser humano están opacadas tras un vidrio esmerilado que apenas deja deducirlas como contornos, y sé que no hay piedras que rompan las estructuras sino sólo un camino largo de entenderlas y desandarlas, de entenderlas como inútiles y dejar que se caigan por su propio peso, pero ese camino hoy me parece demasiado largo, demasiado escarpado, demasiado empinado, y que la meta está demasiado lejos.

Hace unas noches soñé que mis padres eran unos judíos ancianos, y que mi padre estaba muy enfermo, probablemente por morirse. Parecía un rabino. Mi familia era muy numerosa. Recuerdo hermanas, muchas hermanas, de muchas edades, con el pelo enrulado atado, vestidas de negro. Mi padre, sin embargo, vestía de blanco, y llevaba una tela sobre sus hombros con una estrella azul de cinco puntas. Yo me despedía, estaba lléndome. Parecía una despedida para siempre. Mi madre me regalaba una azucarera, o quizás yo le regalaba una a ella. Sé que era concretamente un símbolo. La imagen de ese padre me hizo acordar al personaje de Shylock en “El mercader de Venecia”, un hombre que perdió todo por su avaricia y por testarudo.

Harto del hartazgo (pero no lo suficiente)

Acabo de incumplir una promesa. Lo irónico es que la incumplí para pensar (o sea, escribir) por qué la incumplí. Vivo esos tediosos períodos de la vida donde el tiempo no alcanza siquiera para hacer esas otras cosas que tampoco quiero hacer. La vinculación con lo que sí quiero está, convengamos, quebrada. Y hoy, que decido tomarme unas "mini-vacaciones" de unas horas y no pensar que tengo que trabajar ni que mi baño es un asco ni en ninguno de los tengo, para poder hacer "eso que estuve pensando todos estos días que tenía ganas de hacer", ya sea hacer nada, leer, mirar el techo, darme vuelta para mirar el piso (aunque me cueste hacerle foco si estoy muy cerca), agasajarme con una cena rica o lo que se me cantase el quinto rábano, no tengo mejor idea que recalentar lo que quedó de pizza del otro día y comer entreteniéndome inútilmente para no pensar en absolutamente nada (ni en qué tengo ganas, lo cual sólo aumenta la carga de lo no pensado) y quedarme pensando que por lo menos hubiera limpiado el baño en ese rato y que así hubiera servido para algo ese rato en donde decidí no hacer lo que estaba en el "top ten" de cosas por hacer, en donde decidí cambiar un poco el hábito del día, en donde traté de salir del hastío y del hartazgo haciendo algo diferente, para variar, para recuperar el color, para que el día sea menos gris. Y tardo horas en darme cuenta que no me estoy divirtiendo, sino que estoy matando el tiempo donde se podría haber hecho algo interesante, algo que hiciera eso que yo quería hacer, y cuando me doy cuenta no me pongo a hacerlo, cuando me doy cuenta  me quedo pensando "qué macana, mirá lo que estoy haciendo en vez de hacer otra cosa" y tardo otro rato más en decidirme a dejar de hacer eso, a hacer otra cosa, y ahí es donde me doy cuenta de lo peor, de lo que realmente me apena; me doy cuenta que en estos días grises, que no son ni tristes ni alegres ni estresantes ni aburridos ni largos ni cortos sino solamente grises, no puedo ni siquiera pensar en qué es esa otra cosa que quisiera estar haciendo si no estuviera haciendo eso que no quiero hacer.

jueves, 25 de febrero de 2010

Demasiado medio en un mundo bipolar

Cayendo ya la hora en que cierran los comercios de la zona y uno se queda sin posibilidades de cenar más que alguna lata de la alacena, me dirigí presto hacia mi recorrida de compras habitual (exceptuando la ida al chino, que me tocó ayer).

Primero, la carnicería. Allí departí extensamente con el señor carnicero sobre las inundaciones que hubo últimamente en la zona (sí, vivo en esas zonas de Capital que ahora son noticia y -espero- mañana volverán a quedar en el olvido), sobre el destrozo en los automóviles, en especial en el garage subterráneo de uno de los edificios en el que "estuvieron sacando agua hasta ayer", y demás cosas por el estilo. Luego, como era necesario en una charla de las características mencionadas, pasamos a la reciente ola de frío que se ha avecinado por estos lares. En resumen, conversamos durante el tiempo en que se pesa una tapa de asado, se pica un kilo de carne y se embolsan un par de milanesas preparadas, acerca de las antonimias frío-calor y sequía-inundación.

Continué así, con mi bolsita de carnes, hacia la verdulería. Allí mis buenos verduleros me anunciaron que quizás subirían los precios de las verduras porque están todos los campos hechos pelota. "¿Por la sequía?" pregunté yo. "No, porque ahora se inundaron todos", me contestaron. La pucha. La antonimia porteña llevada a nivel nacional. Como no podía ser de una manera, uno de ellos (que yo creo que son hermanos y él es el mayor) hizo referencia al fresco de los últimos días en contraste con los calores previos.

Volviendo hacia mi hogar con mis dos bolsitas, recordé una charla tenida durante esta misma tarde con un taxista mientras volvía de una reunión. A decir verdad, sabemos que eso de "charla con un taxista" es una mera ficción. Debiera decir mejor "soliloquio del taxista conmigo como mero espectador" (aunque ahora que recuerdo una vez mantuve una charla teológica con un taxista que fue muy interesante, pero quedará para otro capítulo). Cuestión: el señor chofer estuvo comentando con una locuacidad y carencia de fundamentos propia de Radio 10 (no dejé de notar el stickercito en su luneta trasera) sobre la antonimia "antes" y "ahora", refiriéndose a que en sus 64 años nunca había visto una inundación así, y es que "ahora ya no se hace mantenimiento, no como antes" y -para rematar- "no lo digo yo, lo dice uno de esos ingenieros que saben del tema".

Recopilé así tres polos opuestos el día de hoy: frío-calor, inundación-sequía, antes-ahora. Y caí en cuenta de esto hoy por la noche de una manera curiosa: luego de un día que pese a haber sido poblado por cotidianidades de un día hábil fue de una tranquilidad proverbial, me sentí muy en el medio de todos esos desbalances. Lo curioso fue que no me sentí a gusto, sino incómodo. Como si hubiera caído en un pequeño intra-abismo de nada. No tenía hambre, ni sed, ni sueño, ni ganas de hacer demasiado, ni me picaba una oreja, el gato estaba durmiendo y no solicitaba nada. Creo que el único equilibrio espiritual humano es la muerte, y si bien no creo haber estado ni cerca de las Moiras, me sentí de pronto equilibrado. Más de un psicólogo en este momento se acariciaría la barba, dejaría la pipa a su lado (que no los engañen: el que no tiene barba y no fuma en pipa, no es psicólogo) y pronunciaría un "Aha..." para luego invitar a un desarrollo más interiorizado de los pormenores del asunto, relaciones de la sensación, preguntaría "qué piensa usted de..." y demás cuestiones que destruirían la idea de que esa sensación fue de equilibrio y lo resignificarían de alguna manera perversa, pero allá ellos. Yo me sentí así, y fue raro. Supongo que transité un ratito la liviandad de la que tanto habla Kundera en su libro.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Domingo 21 de febrero de 2010

La historia de los ventiladores ha quedado rondando mi memoria. Supongo que es esa incubación previa a que una historia sea tal. Repasemos: para combatir el calor, el presidente de… de… ¿Kuum? Es “caluroso” en estonio (qué manera de haber idiomas, mon dieu). Me gusta la palabra. Y “fresco” en el mismo idioma es “Jahe”. Sí, sí, son palabras agradables. Bien. Entonces, tenemos al presidente de Kuum que decide la fabricación de un enorme ventilador para combatir las altas temperaturas que estaba sufriendo su país. Sospecho que tendrá que quedar claro de entrada que el mundo en donde existen estos dos países es muy chiquito y que sólo existen estos dos países. O quizás no. Ya veremos. Por lo pronto tenemos al presidente de Kuum, el país del sur, que quiere fabricarse este gran ventilador. Lo imagino en su oficina, tomando una limonada, y rascándose la panza pensando en el calor. De pronto se le ocurre esta idea, pide que le acerquen sus pantalones y sale a anunciar las nuevas medidas en contra del calor. Se recaudan fondos y se empieza a construir este gran gran gran ventilador. Cuando está listo lo encienden y todo los kuumios (?) sienten una brisita fresca. Deciden probarlo a la potencia máxima y ahí sí, por fin, todos contentos con el frío.

Mientras esto sucede, el presidente de Jahe (país del norte), sentado en su despacho tomando chocolatada caliente y vestido con un gorrito de piel, se siente extraño. Padece una extraña aflicción: el cuerpo aumenta su temperatura, sus poros comienzan a segregar una sustancia de alto contenido salobre, se siente agitado. Llama a su médico, quien le dice que lo que padece Su Excelencia es el tradicional mal kuumiano: el calor. El presidente jahino sale al patio y ve cómo su enorme estatua de hielo se va derritiendo. Llama horrorizado a su consejo. El ministro de relaciones exteriores le comenta del plan del gran ventilador kuumiano, que ha resultado terrible para los jahinos, transportando todo el calor de un país al otro. La gente se alborota en las calles y protesta. Especialmente los vendedores de abrigos de piel y los escultores en hielo. Los zorros, visontes y arminios, chochos. Tanto se le complica el asunto, que el gobierno jahino decide construir un ventilador aún más grande que el kuumio para devolver el fresco a sus tierras. Se recaudan fondos, se construye y se enciende.

A esta altura, no sé muy bien cómo introducir la escalada ventiladora (ambos países construyen ventiladores cada vez más grandes) sin ser reiterativo en el relato. En fin, ya se me ocurrirá algo.

Tanto tienen que aumentar los tamaños de los ventiladores, que los países se quedan sin energía eléctrica para otros menesteres. En una reunión en completa oscuridad, alternando fríos y calores, el Movimiento Pacifista Internacional determina encabezar una lucha pacifista para trasladar los ventiladores haciendo que apunten para el mismo lado, así el calor no es transportado de un país al otro.

Los presidentes de ambos países se reúnen en un gran acto con fotógrafos, curiosos, sindicalistas y espectadores pagados. Ordenan a sus ingenieros orientar ambos ventiladores apuntando hacia el este, de manera que no se manden el aire caliente el uno al otro. Los ingenieros mueven los ventiladores, y cuando los encienden el planeta es arrojado fuera de su órbita, calcinando por completo a todos los habitantes kuumianos y jahinos.

domingo, 21 de febrero de 2010

Resultado: hay mucho chino

Hace poco, en una conferencia sobre educación que se hizo en Cuba, el representante de China comentó la solución implementada por su país para combatir el decaimiento del sistema educativo: entrenaron a 87 millones de formadores de docentes. Cuando me contaron de esta cifra no pude más que, en mi elocuencia habitual, emitir un "¡La pucha!".

Si bien es completamente imposible que Argentina entrene a 87 millones de ciudadanos para hacer lo que sea (por una mera cuestión de carencia numérica), me fue inevitable pensar que "quizás para los chinos, 87 millones de personas sea poca cosa..." Surgió así la siguiente pregunta: ¿qué cantidad de habitantes tiene China? desde luego, Wikipedia me dio la respuesta: el estimado para el año 2006 es que hay unos 1.400 millones. Es decir que china ha entrenado a un 6% de su población para que forme docentes. Si bien es mucho ya no es tanto, ¿no? Los números son algo muy relativo. No sé qué les pasará a ustedes, pero yo no puedo pensar en 87 millones de personas. En realidad, no puedo pensar en 87 millones de nada. 87 millones de pesos es demasiada plata como para que me entre en la imaginación... ¿qué se puede hacer con tanta plata?

De todo esto me han surgido las siguientes preguntas:

¿Qué espesor darían unas 87 millones de hojas de papel? 
Si una resma tiene más o menos unos 5 cm de espesor, quiere decir que 87 millones de páginas dan un espesor de más o menos 9 kilómetros. Es decir que si ponemos una hoja parada al lado de la otra llegamos desde la Casa Rosada hasta, más o menos, Villa Luro. Si fueran tamaño A4 y las ponemos acostadas a lo largo, nos da  unos 25.000 kilómetros. Más o menos, da media vuelta a la Tierra por la altura del Ecuador.

¿Qué se compra con 87 millones de pesos?
Si un Renault 19 está a unas 30 lucas, podrías comprar 2.900 unidades. Haría falta un garage grande para ponerlos... y que no sea subterráneo, que Buenos Aires se nos viene inundando. Si el Renault 19 nos parece un modelo viejo y de poca potencia, podemos comprar unos diez Williams de Fórmula 1. O si más o menos una bolsa de comida para gato está a unos 70 pesos (mis gatos siempre comen mejor que yo, cabe aclarar) y le dura un mes, tendría comida felina para 100.000 años. También se podrían pagar un sueldo mínimo por el resto de su vida a 600 personas.

¿A cuántos fumadores podemos satisfacer?
Se dice que, en promedio, cada argentino mayor a los 15 años fuma unos 1.000 cigarrillos por año. Es decir que podríamos satisfacer las necesidades de nicotina de unos 87.000 mayores de quince.

Quizás para los chinos, 87 millones de habitantes sean poca cosa, pero definitivamente 87 millones de lo que sea, para un criollo cualquiera, es mucha cosa.

lunes, 15 de febrero de 2010

Historias instantáneas

Al término de un fin de semana que me encontró trabajando (y que lamentablemente no pude desencontrar) decidí obsequiarme una deliciosa comida casera elaborada por el parrillero de la vuelta.

Luego de un breve llamado, el deleite gastronómico fue prometido por intercambio de veinte pesos y en el lapso de treinta minutos. A los cincuenta y cuatro decidí telefonear para conocer el estado de mi pecetto al verdeo con papas a la española. Me informaron que el pedido había salido hacía unos minutos y que estaría por llegar. Sin preguntarle al señor telefonista si mi cena estaba viajando por propia voluntad o quizás por inercia, agradecí y corté. Al cabo de un cuarto de hora, llegó por fin.

El proceso a continuación es ya conocido por todos: sonó el timbre, atendí con la célebre frase cuya autoría es reclamada por más de un literato: "¿quién es?", me calcé, busqué la plata, me descalcé, me puse los pantalones, volví a calzarme, agarré las llaves, abrí la puerta, subí al piso de arriba a buscar al gato que se me había escapado, bajé, arrojé al gato hacia adentro, cerré la puerta, me acerqué hasta el ascensor, bajé en él, y abrí la puerta de entrada al edificio.

El muchacho, parado junto a su moto, me informó que el costo de mi cena era de cincuenta pesos. Antes de ser realmente consciente de la diferencia entre los pesos cincuenta y veinte, la siguiente secuencia sucedió en mi mente: yo le explicaba al muchacho que por teléfono me habían dicho veinte, él diría que a le anotaron cincuenta, yo reclamaría que por más que hayan aumentado la carne un plato no puede salir tanto, él se excusaría diciendo que no sabe lo que lleva, que no se lo anotaron, yo subiría nuevamente a mi departamento, llamaría por teléfono a la parrilla, daría ocupado, volvería a llamar unos instantes después, me atendería el mismo señor que antes, le explicaría la confusión, me diría que lo que le anotaron era que yo pagaba con cincuenta, yo cortaría, me daría cuenta que con respecto al muchacho sigue siendo mi palabra contra sus instrucciones, bajaría, le explicaría lo sucedido, y quizás mi pecetto al verdeo volvería a la parrilla para ser recalentado y destinado a otros comensales. Todo esto sucedió en una fracción de segundo, en un mero instante, como un pasar de diapositivas frente a mis ojos. Desde luego la realidad fue muy otra, y al decirle al muchacho "Por teléfono me dijeron veinte" me dijo "Uy, sí, disculpá", me dio la comida y el vuelto de treinta pesos que tenía en el bolsillo, y yo tuve mi rica cena con un buen cabernet.

Subiendo en el ascensor con la comida dentro de la bolsita y repasando mi "historia instantánea" recordé unos fragmentos de "La loca de la casa" de Rosa Montero en que menciona situaciones parecidas. Recuerdo una en la que cuenta que está en la cola de un banco. Entra una viejita con un chico de la mano. En su imaginación, el chico y su abuela se convierten en criminales que extraen unas ametralladoras de entre sus ropas, reducen a la gente (nunca entendí muy bien esto de "reducir" a la gente, con excepción de El Chapulín Colorado y su chiquitolina) y se llevan un montón de dinero en unas bolsas con el signo "$".

Lo que más me extraña de estas situaciones no es la capacidad creativa de la mente, sino su velocidad. Toda esta historia se desarrolla al margen del pensamiento habitual; no es posible contar o pensar algo así en ese lapso de tiempo, sino que sólo se nos presenta, ya armadita, en menos de un instante. Es un afluente permanente de realidades que se derivan de la realidad troncal, de realidades complementadas con la imaginación, con el acto puro de imaginar lúdicamente.

Si algún lector gusta contar sus historias mínimas, invitado está.

lunes, 8 de febrero de 2010

Lunes 08 de febrero de 2010

Pensando en posibles historias y queriendo recuperar mis días de cuentista en estos cálidos días de verano, me encontré mirando fijo mi pequeño ventilador West Westinghouse. Sus dos dobles ves en una perpetua negación, moviéndose de punta a punta en el ángulo de 45º descrito por el aparato. Acalorado por la temperatura de mi laptop cumpliendo la función estricta que su etimología le supone (es decir, descansando sobre mis faldas) vi como necesaria la construcción de un enorme ventilador en, por ejemplo, el Everest. Me refiero a un ventilador realmente grande, pongamos por caso que sea de 1 km de diámetro, y que tire aire frío hacia acá. Sería gracioso que sea un ventilador de esos que van y vienen, como el mío, porque me imagino que cada ciclo debe durar como mínimo una hora o dos, y en ese interín las ciudades sucumbirían nuevamente bajo el calor. El problema lo tendrían sobre todo las ciudades como Bariloche, en donde quizás empiece a nevar en diciembre cada vez que pasa el ventilador. Eso sí, debe ser poco recomendable hacer sky con un ventilador tan grande y tan cerca. Como mínimo, te agarra un resfriado en flor. O un flor de resfriado, como prefieran.

Podría sucederse incluso una “Guerra Fría” (el nombre viene fenómeno) en donde Estados Unidos y Rusia fabrican ventiladores cada vez más grandes. Ahora, ¿para qué coños necesitaría Rusia un ventilador? Ah, ya sé: el ventilador yanquie tira todo el calor hacia Rusia. Rusia hace uno más grande para devolvérsela, y así.

Las conclusiones posibles para una situación de estas características son varias (espero, porque todavía no las pensé): 1. Un intento pacifista propone girar todos los ventiladores para el mismo lado en señal de unidad, y la tierra resulta propulsada fuera del sistema solar; 2. La tierra se congela. Ok, el segundo final posible es una mera invención imbécil sólo para ser coherente conmigo diciendo que se me ocurre más de un final posible.

Releyendo la idea, me parece que incluir en esto a los eternos enemigos de los años 70 es poco simpático. Sería más interesante crear un mundo propio, en donde dos países completamente desconocidos para los habitantes de universos ajenos al cuento se enfrentan en dicho conflicto. Podría ser incluso un pequeño mundo cerca de una estrella, con sólo dos países. No sé por qué se me ocurre que un país es de gente muy gorda y otro de gente muy flaca. La mente es algo extraño. Y la menta también, pero la menta es rica si se hace helado y se le pone pedacitos de chocolate, mientras que no me puedo imaginar rica a la mente en esa preparación. He allí su diferencia.

domingo, 7 de febrero de 2010

Cuestión de tamaño

“Creo que empequeñecí” fue la frase que me hizo salir de entre las cobijas y el sueño. “Sí... definitivamente estoy más pequeña” insistió Mabel mientras yo me frotaba los ojos para sacarme las lagañas. Con el hálito de lucidez que emanaban mis neuronas en una hora desconocida del día pero evidentemente temprana, me volví hacia mi mujer. Primero sospeché que la cama se había ensanchado, aumentando la distancia que me separaba de ella y que debido a la perspectiva su cuerpo parecía disminuido, pero entré en contradicción al ver que su camisón en cambio seguía tan grande como la víspera. Parecía, de hecho, como si un japonés se vistiera con el poncho de un vikingo. Esto, claro, en el caso de que los vikingos usaran ponchos. Pensé en dirigirme al tomo correspondiente a la ve corta de la enciclopedia para investigar sobre las vestiduras de los nórdicos. Esta idea fue pronto descartada al sospechar como más prioritario mi deber marital en desmedro de la curiosidad científica. Los vikingos podían esperar. Quizás ellos tuvieran invertidas sus prioridades y se hubiesen extinguido por ello. Tampoco estaba muy seguro en esos momentos de la extinción de los vikingos. A punto de levantarme de la cama para buscar la enciclopedia fui tomado del brazo. Afortunadamente era mi mujer, ya que la mano de cualquier tercero en esa circunstancia hubiera crispado mis nervios. Su mano era efectivamente más pequeña de lo que recordaba. Existían dos posibilidades: o mi brazo se había agrandado o su mano se había achicado. Viendo nuevamente el enorme camisón que la envolvía, lo segundo era lo más probable. De su extremo superior se asomaba una pequeña cabeza con unos ojos muy abiertos, entre sorprendidos y asustados.

- ¿Estás segura de que no lavaste el camisón con agua caliente y se estiró, Mabel? -le pregunté.

- ¡El agua caliente achica las cosas, no las agranda!

- ¿Será que te bañaste con agua muy caliente?

- ¡¿Me voy a haber bañado sonámbula?! ¡Tomás! ¡me encogí!

- ¿Será la descalcificación?

- No pasa hasta la menopausia.

Viendo que se agotaban las posibilidades de encontrar una respuesta mediante el puro uso de la razón, decidí llevarla a un médico.

Las miradas de reojo dirigidas por el taxista primero, y quienes aguardaban en la sala de espera del consultorio después, aumentaron mis sospechas de que la disminución espontánea de la masa corporal no era un hecho común. Claro que todo el asunto hubiera sido mucho menos evidente en caso de haber tenido hijos, o al menos ropa de niño que ella pudiera usar.

Al cabo de una media hora el médico se asomó del consultorio con una ficha en la mano:

- ¿Quiénes son los que vienen por enanism... ah, deben ser ustedes. Pasen. - y nos hizo un gesto para que entráramos.

- Tome, póngase esto -dijo, ya dentro de su despacho a Mabel, extendiéndole una pequeña bata-. Afortunadamente en el otro consultorio atiende un pediatra. Vamos a ver, ¿antecedentes de enanismo en la familia?

- No, ninguno.

- ¿Segura? ¿ningún familiar bajito?

- Vengo de familia de rusos... mi hermana, la más bajita de todas, mide un metro ochenta y cinco.

- ¿Será adoptada? -insistió.

- ¡Oiga! -intervine- ¿qué importancia tiene? Dígame, ¿qué puede hacer que alguien se encoja?

- Mmh... -pensó unos instantes rascándose una larga barba que tenía especialmente para rascarse mientras pensaba- ¿se habrá bañado con agua muy caliente?

Minutos después nos encontramos nuevamente en la calle. Del consultorio salía un poco de olor a pelo quemado, probablemente por el principio de incendio que mi mujer había infringido en la barba del doctor. Al recordar que yo había propuesto algo similar, me alegré de no usar barba.

Debido quizás a que las batas de hospital tienen la costumbre de cubrir sólo un pequeño porcentaje del cuerpo, Mabel me arrastró del brazo hasta la boutique más cercana.

Si bien puedo hacer gala de haber estado siempre de acuerdo con el cuidado de la dignidad de mi mujer (y en esto la vestimenta tiene mucho que ver), confieso que en esas instancias hubiera deseado la compra rápida de una o dos remeras y un pantalón campero. En vez de eso, tuve que presenciar uno de esos horribles espectáculos donde una dama se convierte en un ave de rapiña entre los escaparates, luchando con otras aves por un determinado talle o color, y disfrutando sádicamente de la tortura psicológica infringida a los inocentes vendedores.

Finalmente la vi desaparecer entre los vestidores, y me senté a esperar. A mi lado, jadeante, el vendedor que la había atendido recuperaba el aliento.

Desde adentro de una de las cabinitas, y sin descorrer la cortina, Mabel gritaba mi nombre. Por esa convención social de interpretar nuestro nombre como un llamado, me acerqué hasta los vestidores.

- ¡Tomás! Pedí que me traigan esto en dos talles menos.

Miré al vendedor, quien se secó la transpiración de la frente con un pañuelo dispuesto a recuperar su masoquista labor.

- ¡No, esperá! ¡Tres talles menos! Ay, Tomás, ¡Tomás!

 En caso de habernos encontrado dentro de uno de esos grandes shoppings hubiera sospechado que dentro de la cabinita una escalera mecánica alejaba a mi mujer, ya que se la escuchaba cada vez más bajito gritar algo que -estoy convencido- primero fue mi nombre, y luego se transformó en un pequeño pitido agudo.

Siendo que los chillidos habían atraído a un sinnúmero de señoras, dos vendedores, un perro y tres moscas, no me atreví a descorrer la cortina. Afortunadamente no fue necesario, ya que desde abajo salió un ser diminuto. Pude reconocer por su andar que se trataba de Mabel. Me jacto de ser un buen observador de esos detalles. Siendo que estaba completamente desnuda (si es que este término puede aplicarse a un ser de quince centímetros), la cubrí con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo de mi camisa.

Tomamos el tren camino a casa. Le dije que se estuviera en silencio para pagar un solo pasaje y esto engañó magistralmente al guarda.

Diciembre de 2009

domingo, 31 de enero de 2010

"Cómo escribir un cuento policíaco" - Gilbert K. Chesterton




Gilbert K. Chesterton

Que quede claro que escribo este articulo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.

En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado" ("Silver Blaze").

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.

Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.

Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.

sábado, 30 de enero de 2010

"Quién mató a Tom McCoffee" - Les Luthiers



Sin ninguna duda este grupo de humoristas y músicos argentinos han pasado por gran cantidad de etapas en su larga trayectoria. En mi modesta opinión, durante las décadas del '70 (con sus espectáculos Mastropiero que nunca, Les Luthiers hacen muchas gracias de nada) y del '90 (Grandes hitos, Unen canto con humor, Bromato de armonio) han producido los mejores espectáculos.

De Bromato de armonio (1996) es el número "Quién mató a Tom McCoffee", uno de mis grandes favoritos. Comparto con ustedes el video. ¿Cuáles son sus favoritos?


Parte I



Parte II

viernes, 29 de enero de 2010

Wassily Kandinsky




Recuerdo que de chico me encantaba dibujar con carbonillas y lápiz negro de distintos grosores. Por alguna razón, nunca coloreaba lo que dibujaba. Trazaba sombras, texturas y me gustaba mucho jugar con los reflejos de las cosas (el último nivel de mímesis platónico, dicho sea de paso) y con la perspectiva. Por más que me gustase dibujar, nunca pude coquetear con el arte pictórico. Es un lenguaje que de alguna manera siento ajeno, que habla un idioma diferente al mío, o tal vez un dialecto del cual entiendo sólo unas pocas palabras pero no el sentido general de lo que se me quiere decir.


Wassily Kandinsky
(Rusia,1866 - Francia, 1944)


Sin embargo, hay unos pocos pintores que siempre han llamado mi atención y casi creo que me gustan. Uno de ellos es Wassily Kandinsky. ¿Quién fue este hombre? Wikipedia tiene su respuesta (como siempre). Wassily Kandinsky: Ruso (por si cabían dudas), estudió leyes, se dice que fue un precursor de la pintura abstracta, teórico de la pintura, etc.



Me gustó este fragmento: "En 1910 hace su primera acuarela abstracta, en la que(...) en las manchas más oscuras predominan dos colores, el rojo y el azul, que evidentemente están relacionados porque siempre están juntos. El rojo es un color cálido y tiende a expandirse; el azul es frío y tiende a contraerse. Kandinski no aplica la ley de los contrastes simultáneos sino que la comprueba; se sirve de dos colores como de dos fuerzas manejables que se pueden sumar o restar y, según los casos, es decir, según los impulsos que siente, se vale de ambas para que se limiten o se impulsen mutuamente. Hay también signos lineales, filiformes; son, en cierto modo, indicaciones de posibles movimientos, son trazos que sugieren la dirección y el ritmo de las manchas que vagan por el papel."




Desconozco qué es lo que tiene este hombre, que ha pintado imágenes tan coloridas en contraste con mi fascinación infantil por el gris y el negro, las texturas y las sombras. Sin embargo, hay algo poderoso en sus cuadros que me atrae mucho. Dudo descubrirlo, aunque francamente poco importa.

Les dejo también un video con varias de sus pinturas acompañadas de una música de fondo que, a mi juicio, combina muy bien:


miércoles, 27 de enero de 2010

"La hierba roja", Boris Vian






Boris Vian



En mi lectura de anoche me encontré con el siguiente fragmento de “La hierba roja”, de Boris Vian:

“(…) Dieciséis años… dieciséis largos años con el culo pegado a un banco duro... diciséis años de chanchullos y honestidad alternados. Dieciséis años de aburrimiento: ¿qué queda de ellos? Imágenes aisladas, ínfimas… el olor de los libros nuevos el primero de octubre, las hojas que dibujábamos, el vientre asqueroso de la rana disecada en clase de prácticas, con su peste a formol, y los últimos días de curso, cuando nos dábamos cuenta de que los profesores son personas porque también ellos se van de vacaciones, y había menos alumnos en clase. Y ese miedo atroz, del que ya no recuerdo la causa, las vísperas de exámenes… Costumbres regulares… todo se reducía a eso… pero ¿sabe usted Monsieur Brul, que es un crimen imponer a los niños un horario que dura dieciséis años? El tiempo es un engaño, Monsieur Brul, que es un crimen imponer a los niños un horario que dura dieciséis años? El tiempo es un engaño, Monsieur Brul. El tiempo real no es mecánico, no está dividido en horas iguales… el tiempo de verdad es subjetivo… se lleva dentro… Levántese a las siete todas las mañanas… Almuerce a mediodía, acuéstese a las nueve… y no tendrá nunca una noche suya… no sabrá nunca que hay un momento en que, al igual que la marea deja de bajar y se queda un instante inmóvil antes de volver a subir, el día y la noche se mezclan y se funden, y forman una barra de fiebre semejante a la que forman los ríos cuando desaguan en el océano. Me robaron dieciséis años de noche, Monsieur Brul. Me hicieron creer, en primero de bachillerato, que mi único progreso debía consistir en pasar a segundo… en sexto, tuve que hacer la reválida… y luego, un título… Sí, pensé que tenía un objetivo en la vida, Monsieur Brul… y no tenía nada… Avanzaba por un pasillo sin principio ni fin, a remolque de unos imbéciles, precediendo a otros imbéciles. Envolvemos la vida con diplomas. Del mismo modo en que te envuelven los polvos amargos con cápsulas, para que te los tragues sin darte cuenta… pero ya ve usted, Monsieur Brul, ahora ya sé que me habría gustado el verdadero sabor de la vida. (…) Por eso hice trampas –concluyó Wolf-. Hice trampas… para ser sólo el que piensa en la jaula, ya que de todos modos seguía encerrado allí con los que se quedaban inertes… y no salí ni un segundo antes que ellos. Es cierto, pudieron pensar que me sometía, que hacía lo que ellos, y eso satisfacía mi preocupación por la opinión ajena. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo viví en otra parte… era perezoso y pensaba en otras cosas.”

Y otro fragmento, de la página siguiente:

Envejecer no tiene ninguna importancia “si se ha vivido. Pero de lo que me quejo es d que se empiece por envejecer. Mire, Monsieur Brul, mi punto de vista es simple: mientras exista un lugar en el que haya aire, sol y hierba, tenemos la obligación de lamentar no estar allí”



domingo, 24 de enero de 2010

Domingo 24 de enero de 2010

Desde el año pasado que no me sentaba a escribir sobre estas páginas virtuales que pretenden ser el semillero de ideas literarias y el zaguán donde se cuecen a fuego lento las ideas y proyectos. Dicho sea de paso, ¡Feliz año nuevo, literatura!

No puedo dejar de mencionar (así, al pasar) que haber dejado de escribir tan rotundamente durante más de un mes al encontrarme de vacaciones en el taller me hace sospechar levemente que cierta atadura al hecho de escribir está causado por la simple idea de la responsabilidad; de escribir porque es lo que hace la gente que va a un taller de escritura.

Pensando, mientras lavaba los platos (noble oficio para un pensador), me encontré con la hipotética pregunta de una clienta concreta –por qué le he endilgado este oficio de cuestionadora quedará para contestar en otros ámbitos- acerca de si es o no mi pasión por mi trabajo. De concretarse esta pregunta hipotética, me vería obligado –si fuese más sincero con mis clientes respecto a mi vida personal de lo que soy- a decirle que no. Y si, en nueva hipótesis, se produjera una segunda pregunta acerca de cuál es mi pasión, dudaría mucho (y digo esto sin dudarlo). Creo que optaría por la escritura, aunque no entienda muy bien de qué forma mi pasión puede ser abandonada durante casi 40 días sin que se me chile el moño.

En un segundo pensamiento, puedo sospechar que mi vida diaria está algo afiacada, o, por lo menos, alejada de las cosas que me hacen bien. Las distracciones han tomado un lugar preponderante de mi tiempo libre, y mi tiempo laboral desearía de ser ocupado por las anteriores libertades del tiempo libre ocioso y distractivo (si es que tal término existe… y si no, también).

Releyendo por encima estos últimos párrafos me siento autojuzgado desde la perspectiva de mis abuelos; o al menos desde aquella perspectiva que reclama las ausencias anteriores cuando hago acto de presencia. Es decir: ¿vale preguntarme todo esto cuando estoy aquí escribiendo? ¿o debiera dejarlo para aquellos momentos donde la escritura se vuela como los papelitos de anotaciones sobre un escritorio montado en la cima del Everest (no puedo dejar de preguntarme para qué coños alguien pondría un escritorio con papelitos de anotaciones en la cima del Everest).

No obstante la presente reflexión, aquí me encuentro, dispuesto a retomar el noble amor por la literatura, mi fiel amor, luego de unas vacaciones con oficios alquilados, que no llenan el alma pero entretienen.

Acabo de recordar una idea que tuve en un taxi y envié por SMS a mi email (qué tecnológico lo mío): un grupo de gente, completamente disconforme con la situación que viven y entendiendo en la queja un noble lugar de desahogo, decide fundar el “Club de la Queja”. Un club donde la gente puede quejarse a gusto y piaccere sin ser interpelados por terceros por su actitud. Este club tiene una gran aceptación al comienzo, pero en el transcurso del tiempo los miembros empiezan a desertar porque se dan cuenta que la queja no tiene sentido si está institucionalizada.

Por alguna razón, esta idea me ha gustado mucho más cuando la pensé en aquel taxi camino a terapia que ahora que intento revivirla. Sospecho que la abundancia de ideas nunca es un problema, ya que de allí se podrán descartar las que sirven para ser escritas, y tirar por la borda a ese mar de palabras a las que no sirvan. ¡Caminarán por la borda, ideas que no serán escritas! ¡Os lo digo yo! Aunque mejor las guardo bajo cubierta, así no se mojan con la lluvia… no sea cosa que más adelante me arrepienta y tenga que mandar a buzos exploradores para rescatarlas de las inclemencias del Océano.