En mi lectura de anoche me encontré con el siguiente fragmento de “La hierba roja”, de Boris Vian:
“(…) Dieciséis años… dieciséis largos años con el culo pegado a un banco duro... diciséis años de chanchullos y honestidad alternados. Dieciséis años de aburrimiento: ¿qué queda de ellos? Imágenes aisladas, ínfimas… el olor de los libros nuevos el primero de octubre, las hojas que dibujábamos, el vientre asqueroso de la rana disecada en clase de prácticas, con su peste a formol, y los últimos días de curso, cuando nos dábamos cuenta de que los profesores son personas porque también ellos se van de vacaciones, y había menos alumnos en clase. Y ese miedo atroz, del que ya no recuerdo la causa, las vísperas de exámenes… Costumbres regulares… todo se reducía a eso… pero ¿sabe usted Monsieur Brul, que es un crimen imponer a los niños un horario que dura dieciséis años? El tiempo es un engaño, Monsieur Brul, que es un crimen imponer a los niños un horario que dura dieciséis años? El tiempo es un engaño, Monsieur Brul. El tiempo real no es mecánico, no está dividido en horas iguales… el tiempo de verdad es subjetivo… se lleva dentro… Levántese a las siete todas las mañanas… Almuerce a mediodía, acuéstese a las nueve… y no tendrá nunca una noche suya… no sabrá nunca que hay un momento en que, al igual que la marea deja de bajar y se queda un instante inmóvil antes de volver a subir, el día y la noche se mezclan y se funden, y forman una barra de fiebre semejante a la que forman los ríos cuando desaguan en el océano. Me robaron dieciséis años de noche, Monsieur Brul. Me hicieron creer, en primero de bachillerato, que mi único progreso debía consistir en pasar a segundo… en sexto, tuve que hacer la reválida… y luego, un título… Sí, pensé que tenía un objetivo en la vida, Monsieur Brul… y no tenía nada… Avanzaba por un pasillo sin principio ni fin, a remolque de unos imbéciles, precediendo a otros imbéciles. Envolvemos la vida con diplomas. Del mismo modo en que te envuelven los polvos amargos con cápsulas, para que te los tragues sin darte cuenta… pero ya ve usted, Monsieur Brul, ahora ya sé que me habría gustado el verdadero sabor de la vida. (…) Por eso hice trampas –concluyó Wolf-. Hice trampas… para ser sólo el que piensa en la jaula, ya que de todos modos seguía encerrado allí con los que se quedaban inertes… y no salí ni un segundo antes que ellos. Es cierto, pudieron pensar que me sometía, que hacía lo que ellos, y eso satisfacía mi preocupación por la opinión ajena. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo viví en otra parte… era perezoso y pensaba en otras cosas.”
Y otro fragmento, de la página siguiente:
Envejecer no tiene ninguna importancia “si se ha vivido. Pero de lo que me quejo es d que se empiece por envejecer. Mire, Monsieur Brul, mi punto de vista es simple: mientras exista un lugar en el que haya aire, sol y hierba, tenemos la obligación de lamentar no estar allí”
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