Desde el año pasado que no me sentaba a escribir sobre estas páginas virtuales que pretenden ser el semillero de ideas literarias y el zaguán donde se cuecen a fuego lento las ideas y proyectos. Dicho sea de paso, ¡Feliz año nuevo, literatura!
No puedo dejar de mencionar (así, al pasar) que haber dejado de escribir tan rotundamente durante más de un mes al encontrarme de vacaciones en el taller me hace sospechar levemente que cierta atadura al hecho de escribir está causado por la simple idea de la responsabilidad; de escribir porque es lo que hace la gente que va a un taller de escritura.
Pensando, mientras lavaba los platos (noble oficio para un pensador), me encontré con la hipotética pregunta de una clienta concreta –por qué le he endilgado este oficio de cuestionadora quedará para contestar en otros ámbitos- acerca de si es o no mi pasión por mi trabajo. De concretarse esta pregunta hipotética, me vería obligado –si fuese más sincero con mis clientes respecto a mi vida personal de lo que soy- a decirle que no. Y si, en nueva hipótesis, se produjera una segunda pregunta acerca de cuál es mi pasión, dudaría mucho (y digo esto sin dudarlo). Creo que optaría por la escritura, aunque no entienda muy bien de qué forma mi pasión puede ser abandonada durante casi 40 días sin que se me chile el moño.
En un segundo pensamiento, puedo sospechar que mi vida diaria está algo afiacada, o, por lo menos, alejada de las cosas que me hacen bien. Las distracciones han tomado un lugar preponderante de mi tiempo libre, y mi tiempo laboral desearía de ser ocupado por las anteriores libertades del tiempo libre ocioso y distractivo (si es que tal término existe… y si no, también).
Releyendo por encima estos últimos párrafos me siento autojuzgado desde la perspectiva de mis abuelos; o al menos desde aquella perspectiva que reclama las ausencias anteriores cuando hago acto de presencia. Es decir: ¿vale preguntarme todo esto cuando estoy aquí escribiendo? ¿o debiera dejarlo para aquellos momentos donde la escritura se vuela como los papelitos de anotaciones sobre un escritorio montado en la cima del Everest (no puedo dejar de preguntarme para qué coños alguien pondría un escritorio con papelitos de anotaciones en la cima del Everest).
No obstante la presente reflexión, aquí me encuentro, dispuesto a retomar el noble amor por la literatura, mi fiel amor, luego de unas vacaciones con oficios alquilados, que no llenan el alma pero entretienen.
Acabo de recordar una idea que tuve en un taxi y envié por SMS a mi email (qué tecnológico lo mío): un grupo de gente, completamente disconforme con la situación que viven y entendiendo en la queja un noble lugar de desahogo, decide fundar el “Club de la Queja”. Un club donde la gente puede quejarse a gusto y piaccere sin ser interpelados por terceros por su actitud. Este club tiene una gran aceptación al comienzo, pero en el transcurso del tiempo los miembros empiezan a desertar porque se dan cuenta que la queja no tiene sentido si está institucionalizada.
Por alguna razón, esta idea me ha gustado mucho más cuando la pensé en aquel taxi camino a terapia que ahora que intento revivirla. Sospecho que la abundancia de ideas nunca es un problema, ya que de allí se podrán descartar las que sirven para ser escritas, y tirar por la borda a ese mar de palabras a las que no sirvan. ¡Caminarán por la borda, ideas que no serán escritas! ¡Os lo digo yo! Aunque mejor las guardo bajo cubierta, así no se mojan con la lluvia… no sea cosa que más adelante me arrepienta y tenga que mandar a buzos exploradores para rescatarlas de las inclemencias del Océano.
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