El sueño se daba más o menos así: siete monjes estaban parados en círculo, cara hacia afuera, en una habitación redonda y muy alta. Frente a cada uno de estos siete monjes (que serían una especie de “Gandalf”s de El señor de los anillos), había un pasillo. En ese pasillo habitaba un horrible monstruo de las profundidades. Una bestia pavorosa.
Estos monjes tenían una especie de báculo en sus manos. Uno de ellos, tenía dos. Esos dos báculos juntos hacían inmortal a su portador. Los monjes se iban pasando el báculo cada tanto, para hacer frente a esa bestia. Más bien: para que esa bestia no saliera y se quedara dentro.
La tensión del sueño era que si uno de esos monjes cedía a la tentación y, cuando fuera su turno de tener los dos báculos, decidía irse y dejar a los otros seis monjes, el monstruo atacaría a los restantes, y luego destruiría al resto de la humanidad. Quien se llevara los dos báculos quedaría solo, con la humanidad devastada, pero vivo. Estos báculos -más que impedir que la persona muriese- eran una especie de protección. El monstruo no salía de esos túneles si el monje se quedaba en su posición con el segundo báculo en la mano cuando le correspondía.
Si bien -dejando de lado posibles interpretaciones conscientes del sueño- la historia es un sueño y tiene algunos puntos bastante “poco novelescos”, creo que puede servir de base para un cuento.
El sueño fue como una pequeña película que yo veía desde afuera. El cuento puede comenzar con un personaje que decide contar, cual cronista, su experiencia en un viaje: algún nativo de algún país remoto o extraño le cuenta esto.
Los habitantes de la colina
No soy amante de las historias fantásticas, pero creo que esta merece la pena ser contada.
Hace unas semanas, me encontraba paseando por uno de esos atestados mercados de la India, rodeado de pregones incomprensibles que anunciaban la existencia de las más variadas mercancías, en su mayoría inservibles baratijas anunciadas como los más preciados objetos.
Acalorado y sediento, me senté en un pequeño café ubicado en medio de las tolderías a tomar un refresco a la sombra. Así pasé un rato, hasta que el sol comenzó a caer y se levantó una brisa templada. En el puesto junto al café oí discutir a un hombre, rubio y bastante gordo (probablemente un turista) por el precio de una vasija. El tendedero hacía unas señas poco amables, cada vez más exuberantes, hasta que el turista se marchó enojado, dando la media vuelta. Sintiendo curiosidad por la vasija, pagué mi bebida y me acerqué a la tienda, fingiendo pasear y caminando despacito. Vi que el tendedero iba y venía de aquí para allá detrás del cúmulo de objetos, con sus ademanes de fastidio. De pronto detuvo sus erráticos pasos frente a mí, que sin darme cuenta estaba parado justo frente a su tienda, mirando la vasija, y profirió, mirándome fijo, una serie de palabras que no llegué a comprender pero que evidenciaban un profundo enojo hacia el hombre gordo que acababa de retirarse; yo supongo que no eran más que una retahíla de insultos. Cuando se detuvo me miró fijo, algo curioso, quizás esperando una respuesta. Le pedí disculpas en inglés, ya que no había entendido absolutamente nada. Luego, quizás por cortesía, le pregunté qué había sucedido. El tendero volvió a sus alocados ademanes y, si bien no podría asegurarlo, comenzó nuevamente con el hilo de insultos. De pronto se interrumpió en medio de lo que parecía ser una frase, me miró unos segundos (más de lo que se puede mirar a un desconocido sin tener una intencionalidad), y en un torpe inglés se refirió al hombre gordo (un turista, en efecto), quien había despreciado la vasija confundiéndola con una mera artesanía sin valor. Luego la tomó entre sus manos y me la acercó a la cara, señalando la buharda que tenía pintada. La giró lentamente, descubriendo poco a poco el dibujo. Se trataba de seis hombres, parados frente a seis puertas, y una séptima puerta sin un hombre delante. Las siete puertas eran equidistantes unas con otras, por lo que la ausencia de ese hombre delante era evidente.
El tendedero fijó su mirada en mis ojos nuevamente, quizás por más tiempo que antes. Luego extendió su brazo y el índice de la mano, señalando un punto distante. Me di vuelta para mirar, y vi lo que parecía ser una caverna o la entrada a una gruta, en la ladera de una montaña. Luego se sentó en un pequeño banquito de metal herrumbroso, y comenzó a hablar pausadamente, en un inglés tan malo que ahora dudo del sentido de sus palabras.
Me contó que en el siglo XII, el emperador (? pongamos, por ahora, Apu) mandó a construir su tumba lo más profundo que fuera posible. Comenzaron a excavar en lo profundo de aquella gruta. Miles de esclavos trabajaron arduamente. Año tras año, el Emperador revisaba el lugar y ordenaba que continuaran más y más hacia lo profundo.
Un día, en medio de las excavaciones, encontraron una gran caverna, casi esférica, con siete puertas equidistantes unas de otras. De quienes descendieron a explorarlas pocos volvieron, y completamente locos.
El Emperador, preocupado, convocó a su consejo de monjes. Éstos le indicaron que esa caverna había sido construida mucho antes de la existencia de los hombres por una terrible bestia que habitaba en el centro de la tierra. Sólo siete hombres, los Siete Sabios, tendrían el poder suficiente para detener a la criatura y evitar que salga de las profundidades y libere la maldad entre los hombres.
Se apostaron así los Siete frente a las Siete puertas, y la entrada a la cámara fue sellada con grandes piedras.
Según se cuenta, allí viven todavía, amparados en la eternidad de las profundidades, en una existencia silente, con la responsabilidad de no moverse nunca más de su posición frente a las puertas, o la bestia saldrá de su escondite, y será el fin del mundo.
He terminado el relato “Los Monjes de la Colina”, pero no he quedado nada satisfecho. El efecto que me provocó el sueño, ese gran peso de no poder abandonar el lugar o será el fin de los tiempos, y el dilema entre el egoísmo personal de querer vivir o mantener una existencia servil para con la humanidad, no quedó para nada plasmada.
Supongo que no siempre saldrán cosas buenas, pero lo importante es escribir.
Quizás pueda darle vida nuevamente a mis viejitas... pero siento que este sueño tiene algo que necesito plasmar. Quizás sólo sea una necesidad de exploración interna, el tratar de entenderme a mí mismo... pero por algún motivo, desde que lo soñé esta mañana, lo pensé como cuento. Quizás estuviera ya pensando en cuentos a la hora de dormirme y mi cabeza se quedó conectada con eso. No lo sé. Lo que es seguro es que siento que en esto que soñé hay algo de aquello que quiero transmitir y tratar de entender. Hay algo en ese dilema que me resulta apasionante. Quizás sea que es algo que yo no puedo responder. Quizás ese delicado equilibrio entre el deseo inmediato y el deseo a largo plazo me resulte más complejo de lo que creía.
Sospecho que parte del problema de la falta de dramatismo tenga que ver con volver a cierto método de escritura que he cambiado un poco desde que empecé el taller: ponerme escribir sin saber demasiado bien qué voy a decir o cómo.
Un intento que puedo hacer es intentar pensarlo nuevamente, volver a imaginarme la historia y reescribirla en base a esta nueva estructura que haya pensado.
Este cuento tiene algo que me gusta. Me gusta la idea del cronista a quien le cuentan algo que quiere transmitir, aunque no se lo crea demasiado.
Pensaba en la comparación entre la escritura literaria y la composición musical: siempre se vuelve al tema principal de alguna manera. Hay un cierto cierre en la cabeza de la gente que se da cuando se vuelve al punto de partida, pero modificado. El eterno retorno nietzscheano.
Creo que esta historia necesita tres momentos, que se van anidando dentro de otros como las muñequitas rusas:
1. Narrador que cuenta que vivió algo y quiere transmitir
2. Narrador que cuenta su paseo por el mercado y el encuentro con la persona que conoce el mito
3. Desarrollo del mito
2b. Vuelta a la escena del narrador con quien cuenta el mito
1b. Vuelta al momento en que el narrador hace un cierre en eso que está contando
No estoy muy seguro, pero quizás el último regreso sea innecesario (el 1b). Quizás con volver únicamente al momento en que el narrador vuelve a tomar la palabra más activamente y contar cómo se va de ese encuentro, o algo así, sea suficiente. Aunque también quizás pueda suprimirse el 2b, ya que es el narrador quien se queda con la experiencia y puede no relatar el momento en que el otro hombre deja de contar el mito como algo en tiempo presente, sino ya hablar de las reflexiones del evento, de su escepticismo pero a la vez de su fascinación por esa historia. Sí, esta última alternativa me gusta más. Se suprime, de momento, el 2b: una vez que termina el relato del mito, el narrador vuelve al momento en que está escribiendo el texto y reflexiona al respecto de lo sucedido.
Veo, además, innecesaria la prolongación de cómo llega el narrador a encontrarse con esa historia. Toda la parte del bar y demás pueden hacer a construir el suspenso, pero realmente no hacen a la historia. Quizás esto cobre un poco más de sentido cuando el mito tenga su peso propio en vez de parecer, como ahora, un mero cuento de vieja chismosa.
Además me parece que hay muy poca acción por parte del protagonista en toda la primera parte: el tipo aparece en un mercado de la India sin que se diga por qué (cosa que tampoco es necesaria), tiene calor, se sienta en un bar, y mira. En todo eso pasaron muchas cosas y no pasó nada. No hay color, no hay realmente una acción que interese.
Y ¿qué es lo que hace que al tipo le interese ese mito? Bueno, en realidad es que la historia que se cuenta no tiene la profundidad que yo quería para el mito, es decir, el dilema entre querer y deber, o entre deseo a corto y largo plazo, no queda expuesto. No se manifiesta.
Creo, por lo que vengo diciendo, que debiera empezar a construir el mito, para luego construir la historia en donde se desarrolla. Eso me parece que me permitirá dar con un marco adecuado y pensar si ciertas acciones tienen o no el peso que necesitan.
Vamos entonces desde el mito. ¿Qué es lo que pasa en el mito? Como contaba antes, hay siete puertas y siete monjes. Cada uno de los monjes controla una puerta. La única forma de mantener a la criatura en las profundidades es impidiendo que llegue a ese pabellón. ¿Por qué? El bicho, ahora que se despertó, quiere salir. De alguna manera, es importante que los monjes estén ahí y no, por ejemplo, en la entrada de la caverna, los siete juntos, tomando mate, sentados lo más campantes. Podría, para no caer en cosas mágicas, ser una especie de promesa o conjuro: los siete prometieron quedarse allí eternamente a cambio de que el bicho no pudiera salir. Sería como una promesa que les da fuerza a los siete juntos.
Algo que me parece importante para que el relato cobre fuerza, es que sea el otro tipo quien lo cuenta. Al ser el mismo narrador, me veo demasiado tentado a cosas como “según se cuenta”, “me dijo que”, “se dice que”, etc. En cambio, si es el otro personaje quien cuenta el mito, lo puede hacer desde una profunda convicción, y que eso se mantiene para él como una roca para su vida, un mito que le hace cobrar valor en momentos de desesperanza, en fin: un mito que tiene el poder de la religión católica entre los occidentales creyentes. Incluso puede haber algunos cortes en el relato del otro personaje para pedirle unos mangos al protagonista quien, gustoso, se los da, sin pensarlo demasiado, y que luego se dé cuenta de que le dio un montón de plata. Más aún: el tendedero puede tener sólo esa vasija en su tienda, en contraste con lo abarrotadas de las otras, y que el protagonista se acerca justamente sorprendido por la falta de objetos. Luego de que termina el relato, el protagonista se da cuenta que le ha dejado mucha plata y que probablemente toda la historia sea un invento del tendedero, que en la montaña no haya más que una gruta vacía, común y corriente, pero quedó tan fascinado por la historia, que no le importa si es verdad o no. Así sacamos además al turista gordo y rubio, que no me cae simpático porque tampoco tiene peso. Está bueno, me va gustando.
De todas formas, me alejé del centro: ¿qué sucede en el mito? La historia del emperador no está mal... le da cierto marco a la acción y el por qué llegaron a cavar tan profundo. Humaniza el relato también que sean monjes, o sea, personas, en vez de ángeles o demonios.
Entonces, el emperador manda a construir una tumba lo más profundo que sea posible. Manda a atacar pueblos enteros para tomar prisioneros y tener esclavos suficientes. El emperador tiene 20 años cuando comienza la construcción y -pongamos- que el bicho se libera unos cincuenta años después, a los 70 del emperador. Durante ese tiempo, año tras año, el emperador baja a ver la profundidad de su futuro mausoleo, no le alcanza, y quiere que sigan trabajando.
Pienso ahora que si le doy tanta importancia a la primera parte del mito el dilema de los monjes puede quedar en un segundo plano. Podría tratarse también de una pelea que tuvieron los siete monjes con la criatura, y que lograron llevarla hasta las profundidades de esa cueva... y que ahora se han mantenido allí, fijos, para que no salga de nuevo. Quizás puede no tratarse de un gran pacto que hacen los siete, sino algo más cercano al accidente: lo persiguen hasta que llegan ahí, el bicho se esconde entre los túneles, y se dan cuenta que no pueden seguirlo porque no saben dónde está, o que si lo siguen es muy probable que mueran. Lo que complica las cosas es que si se retiran también es probable que el bicho salga a buscarlos y los aniquile. Ahora, lo que no logro establecer, es ¿por qué tiene que ser precisamente ahí que se queden? ¿qué hace que los tipos no puedan bajar, o, como dije antes, salir y esperarlo en la entrada de la cueva, tomando unos mates? ¿qué tiene de tan especial ese lugar?
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