Mi tío Jorge estaba muerto. Me enteré de ello días atrás con un lacónico mensaje telefónico de mis primos dejado en mi despacho de docente. No supe más del asunto hasta esta mañana, a través de un telegrama: el viejo me dejaba de herencia su antigua casona en las afueras de Buenos Aires.
Pasé mis clases completamente distraído, confundiendo las fórmulas químicas y sus valencias. La tabla periódica se me hacía esquiva; no podía dejar de pensar en la casa. Esa misma tarde fui a buscar las llaves y partí luego de algunos pésames obligados.
Hacía años que no cruzaba el caminito de losas del jardín. El enorme ombú a un costado. El enano de yeso junto a la puerta. El llamador de bronce. El interior olía a un encierro encubierto por el aroma del incienso. Los pisos de madera de los corredores, hinchados por el tiempo y la humedad, rechinaban bajo el peso de mis suelas. Los lúgubres cuadros de las paredes me observaban desde sus marcos de oro ennegrecido.
Prendí un velador ubicado junto al sillón de felpa roja del estudio, iluminando pálidamente los grandes anaqueles con libros del piso al techo. Hojeé algunos libros de aquí y de allá, hasta que llamó mi atención una estantería casi vacía, a excepción de un volumen tumbado en el estante inferior: una vieja edición de cuentos de Goethe. Me arrodillé a recogerla y noté que la alfombra estaba gastada como si el mueble hubiese sido movido con frecuencia. Tiré con fuerza de uno de sus bordes. Un viento helado me hizo temblar: detrás de la estantería, una brecha en la pared conducía a una escalera que se perdía en la negrura.
Bajé a tientas y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Presioné un pequeño interruptor de luz que colgaba de un cable y quedé pasmado: enormes pasillos formados por estanterías se extendían hasta donde alcanzaba la vista: Shakespeare, Cervantes, Chejov, Kafka, Poe. Caminé no recuerdo ya cuánto tiempo con éxtasis creciente. El corazón se me aceleraba a cada paso, a cada nueva estantería, con cada nuevo volumen.
Me fijé de pronto en una novela cuyo autor desconocía por completo. La edición parecía nueva, con el papel aún a salvo del inevitable color amarillo que presentaban las anteriores. A su alrededor, algunos best-sellers recientes. Sorprendido de que el viejo pudiera estar interesado en esas cosas, solté una risa algo nerviosa. Caminé un poco más siguiendo el mismo pasillo: los libros y sus autores empezaban a serme por completo desconocidos. Tomé uno de ellos al azar y al abrirlo grité espantado: la fecha de edición era dentro de diez años. Tomé otro, y luego varios más. Todos eran del mismo año. En la estantería siguiente, eran ediciones de libros que saldrían dentro de once años, y en la siguiente, de doce. Caminé presuroso hacia el siguiente pasillo. Estaba repleto de libros de ciencia. Pude divisar el nombre de algunos de mis estudiantes y colegas entre muchos desconocidos. Me senté en el suelo mirándolos con los ojos muy abiertos. Saqué maquinalmente un cigarrillo del atado y lo puse en mi boca. Las manos me temblaban. Prendí un fósforo. La pequeña llama avanzaba despacio por la madera, secándola y carbonizándola, hasta que me quemó los dedos. El fósforo cayó, ahogándose en el piso frío.
Quedé petrificado al ver de pronto, sobre la estantería a mis espaldas, un libro de química avanzada con mi nombre escrito en el lomo. Mi foto estaba en la contratapa, mostrándome más flaco y canoso. No sé cuánto tiempo estuve viéndolo, de un lado y del otro, leyendo palabras salteadas y fórmulas, y nuevamente el lomo, la tapa, la contratapa. Rompí las hojas. Las arranqué a montones. Les clavé las uñas y los dientes. Cuando alcé la vista, allí, uno al lado del otro, varios libros más, de títulos diversos con mi nombre en el lomo.
Conocí en ese momento la locura de que todo tipo de libertad esté vedada, de que cualquier juego lúdico de investigación, tendría allí, impreso en letras inamovibles, su resultado preciso.
Atravesé corriendo la puerta de entrada. Detrás de mí quedaban el llamador de bronce, el enano de jardín, el ombú y unas enormes llamaradas saliendo del fondo de la casa, quemando despacito sus cimientos, secándolos y carbonizándolos, con todo lo que había dentro.
Enero de 2011
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