Al término de un fin de semana que me encontró trabajando (y que lamentablemente no pude desencontrar) decidí obsequiarme una deliciosa comida casera elaborada por el parrillero de la vuelta.
Luego de un breve llamado, el deleite gastronómico fue prometido por intercambio de veinte pesos y en el lapso de treinta minutos. A los cincuenta y cuatro decidí telefonear para conocer el estado de mi pecetto al verdeo con papas a la española. Me informaron que el pedido había salido hacía unos minutos y que estaría por llegar. Sin preguntarle al señor telefonista si mi cena estaba viajando por propia voluntad o quizás por inercia, agradecí y corté. Al cabo de un cuarto de hora, llegó por fin.
El proceso a continuación es ya conocido por todos: sonó el timbre, atendí con la célebre frase cuya autoría es reclamada por más de un literato: "¿quién es?", me calcé, busqué la plata, me descalcé, me puse los pantalones, volví a calzarme, agarré las llaves, abrí la puerta, subí al piso de arriba a buscar al gato que se me había escapado, bajé, arrojé al gato hacia adentro, cerré la puerta, me acerqué hasta el ascensor, bajé en él, y abrí la puerta de entrada al edificio.
El muchacho, parado junto a su moto, me informó que el costo de mi cena era de cincuenta pesos. Antes de ser realmente consciente de la diferencia entre los pesos cincuenta y veinte, la siguiente secuencia sucedió en mi mente: yo le explicaba al muchacho que por teléfono me habían dicho veinte, él diría que a le anotaron cincuenta, yo reclamaría que por más que hayan aumentado la carne un plato no puede salir tanto, él se excusaría diciendo que no sabe lo que lleva, que no se lo anotaron, yo subiría nuevamente a mi departamento, llamaría por teléfono a la parrilla, daría ocupado, volvería a llamar unos instantes después, me atendería el mismo señor que antes, le explicaría la confusión, me diría que lo que le anotaron era que yo pagaba con cincuenta, yo cortaría, me daría cuenta que con respecto al muchacho sigue siendo mi palabra contra sus instrucciones, bajaría, le explicaría lo sucedido, y quizás mi pecetto al verdeo volvería a la parrilla para ser recalentado y destinado a otros comensales. Todo esto sucedió en una fracción de segundo, en un mero instante, como un pasar de diapositivas frente a mis ojos. Desde luego la realidad fue muy otra, y al decirle al muchacho "Por teléfono me dijeron veinte" me dijo "Uy, sí, disculpá", me dio la comida y el vuelto de treinta pesos que tenía en el bolsillo, y yo tuve mi rica cena con un buen cabernet.
Subiendo en el ascensor con la comida dentro de la bolsita y repasando mi "historia instantánea" recordé unos fragmentos de "La loca de la casa" de Rosa Montero en que menciona situaciones parecidas. Recuerdo una en la que cuenta que está en la cola de un banco. Entra una viejita con un chico de la mano. En su imaginación, el chico y su abuela se convierten en criminales que extraen unas ametralladoras de entre sus ropas, reducen a la gente (nunca entendí muy bien esto de "reducir" a la gente, con excepción de El Chapulín Colorado y su chiquitolina) y se llevan un montón de dinero en unas bolsas con el signo "$".
Lo que más me extraña de estas situaciones no es la capacidad creativa de la mente, sino su velocidad. Toda esta historia se desarrolla al margen del pensamiento habitual; no es posible contar o pensar algo así en ese lapso de tiempo, sino que sólo se nos presenta, ya armadita, en menos de un instante. Es un afluente permanente de realidades que se derivan de la realidad troncal, de realidades complementadas con la imaginación, con el acto puro de imaginar lúdicamente.
Si algún lector gusta contar sus historias mínimas, invitado está.
Sí, es verdad la velocidad máxima de la historia que desarrolla la mente en estos casos y los carriles paralelos donde ésta se desenvuelve. Lo real es que los muchachos de los mandados suelen hacer ese tipo de bromas deshonestas. Y sé que es pedestre el hilo de esa historia de deshonestidad empero sucede que la realidad no cuenta en estos tiempos grandes ni buenas historias.
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