“Creo que empequeñecí” fue la frase que me hizo salir de entre las cobijas y el sueño. “Sí... definitivamente estoy más pequeña” insistió Mabel mientras yo me frotaba los ojos para sacarme las lagañas. Con el hálito de lucidez que emanaban mis neuronas en una hora desconocida del día pero evidentemente temprana, me volví hacia mi mujer. Primero sospeché que la cama se había ensanchado, aumentando la distancia que me separaba de ella y que debido a la perspectiva su cuerpo parecía disminuido, pero entré en contradicción al ver que su camisón en cambio seguía tan grande como la víspera. Parecía, de hecho, como si un japonés se vistiera con el poncho de un vikingo. Esto, claro, en el caso de que los vikingos usaran ponchos. Pensé en dirigirme al tomo correspondiente a la ve corta de la enciclopedia para investigar sobre las vestiduras de los nórdicos. Esta idea fue pronto descartada al sospechar como más prioritario mi deber marital en desmedro de la curiosidad científica. Los vikingos podían esperar. Quizás ellos tuvieran invertidas sus prioridades y se hubiesen extinguido por ello. Tampoco estaba muy seguro en esos momentos de la extinción de los vikingos. A punto de levantarme de la cama para buscar la enciclopedia fui tomado del brazo. Afortunadamente era mi mujer, ya que la mano de cualquier tercero en esa circunstancia hubiera crispado mis nervios. Su mano era efectivamente más pequeña de lo que recordaba. Existían dos posibilidades: o mi brazo se había agrandado o su mano se había achicado. Viendo nuevamente el enorme camisón que la envolvía, lo segundo era lo más probable. De su extremo superior se asomaba una pequeña cabeza con unos ojos muy abiertos, entre sorprendidos y asustados.
- ¿Estás segura de que no lavaste el camisón con agua caliente y se estiró, Mabel? -le pregunté.
- ¡El agua caliente achica las cosas, no las agranda!
- ¿Será que te bañaste con agua muy caliente?
- ¡¿Me voy a haber bañado sonámbula?! ¡Tomás! ¡me encogí!
- ¿Será la descalcificación?
- No pasa hasta la menopausia.
Viendo que se agotaban las posibilidades de encontrar una respuesta mediante el puro uso de la razón, decidí llevarla a un médico.
Las miradas de reojo dirigidas por el taxista primero, y quienes aguardaban en la sala de espera del consultorio después, aumentaron mis sospechas de que la disminución espontánea de la masa corporal no era un hecho común. Claro que todo el asunto hubiera sido mucho menos evidente en caso de haber tenido hijos, o al menos ropa de niño que ella pudiera usar.
Al cabo de una media hora el médico se asomó del consultorio con una ficha en la mano:
- ¿Quiénes son los que vienen por enanism... ah, deben ser ustedes. Pasen. - y nos hizo un gesto para que entráramos.
- Tome, póngase esto -dijo, ya dentro de su despacho a Mabel, extendiéndole una pequeña bata-. Afortunadamente en el otro consultorio atiende un pediatra. Vamos a ver, ¿antecedentes de enanismo en la familia?
- No, ninguno.
- ¿Segura? ¿ningún familiar bajito?
- Vengo de familia de rusos... mi hermana, la más bajita de todas, mide un metro ochenta y cinco.
- ¿Será adoptada? -insistió.
- ¡Oiga! -intervine- ¿qué importancia tiene? Dígame, ¿qué puede hacer que alguien se encoja?
- Mmh... -pensó unos instantes rascándose una larga barba que tenía especialmente para rascarse mientras pensaba- ¿se habrá bañado con agua muy caliente?
Minutos después nos encontramos nuevamente en la calle. Del consultorio salía un poco de olor a pelo quemado, probablemente por el principio de incendio que mi mujer había infringido en la barba del doctor. Al recordar que yo había propuesto algo similar, me alegré de no usar barba.
Debido quizás a que las batas de hospital tienen la costumbre de cubrir sólo un pequeño porcentaje del cuerpo, Mabel me arrastró del brazo hasta la boutique más cercana.
Si bien puedo hacer gala de haber estado siempre de acuerdo con el cuidado de la dignidad de mi mujer (y en esto la vestimenta tiene mucho que ver), confieso que en esas instancias hubiera deseado la compra rápida de una o dos remeras y un pantalón campero. En vez de eso, tuve que presenciar uno de esos horribles espectáculos donde una dama se convierte en un ave de rapiña entre los escaparates, luchando con otras aves por un determinado talle o color, y disfrutando sádicamente de la tortura psicológica infringida a los inocentes vendedores.
Finalmente la vi desaparecer entre los vestidores, y me senté a esperar. A mi lado, jadeante, el vendedor que la había atendido recuperaba el aliento.
Desde adentro de una de las cabinitas, y sin descorrer la cortina, Mabel gritaba mi nombre. Por esa convención social de interpretar nuestro nombre como un llamado, me acerqué hasta los vestidores.
- ¡Tomás! Pedí que me traigan esto en dos talles menos.
Miré al vendedor, quien se secó la transpiración de la frente con un pañuelo dispuesto a recuperar su masoquista labor.
- ¡No, esperá! ¡Tres talles menos! Ay, Tomás, ¡Tomás!
En caso de habernos encontrado dentro de uno de esos grandes shoppings hubiera sospechado que dentro de la cabinita una escalera mecánica alejaba a mi mujer, ya que se la escuchaba cada vez más bajito gritar algo que -estoy convencido- primero fue mi nombre, y luego se transformó en un pequeño pitido agudo.
Siendo que los chillidos habían atraído a un sinnúmero de señoras, dos vendedores, un perro y tres moscas, no me atreví a descorrer la cortina. Afortunadamente no fue necesario, ya que desde abajo salió un ser diminuto. Pude reconocer por su andar que se trataba de Mabel. Me jacto de ser un buen observador de esos detalles. Siendo que estaba completamente desnuda (si es que este término puede aplicarse a un ser de quince centímetros), la cubrí con mi pañuelo y la coloqué en el bolsillo de mi camisa.
Tomamos el tren camino a casa. Le dije que se estuviera en silencio para pagar un solo pasaje y esto engañó magistralmente al guarda.
Diciembre de 2009
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